Elogio de lo improbable
Lleida. Viernes. 17.30 horas. Partido de fútbol infantil. Los de peto negro miden, de media, 20 centímetros más que los de amarillo. Son más fuertes, más rápidos, más todo.
El defensa central de los de negro (el stopper, que dicen los argentinos) pasa del metro setenta. A su lado, el minúsculo delantero centro rival parece Willy (el de la abeja maya) en calzón corto, revoloteando sin suerte detrás de pelotas que, una y otra vez, acaban en las botas del gigante.
La cosa transcurre enconada y ardorosa pero se mantiene el empate a cero. A dos minutos del final el pequeñín recibe otro balonazo largo. Sin embargo, esta vez consigue adelantarse a su marcador, baja la pelota con el pecho, la para y le hace un caño, elude con habilidad su postrero intento de arrancarle una pierna y, en una fracción de segundo, de un zurdazo parabólico que tarda casi una eternidad en llegar al fondo de la red, clausura la contienda.
Así es la vida, orcos del mundo. Siempre hay un hóbbit dispuesto a joder la marrana.
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