Un globo de mentiras
Mark Twain lo tenía claro: "Nadie podría vivir con alguien que dijera la verdad de forma habitual; por suerte, ninguno de nosotros ha tenido nunca que hacerlo". Lo escribió un siglo antes de que Robert Feldman, profesor de Psicología de la Universidad de Massachusetts, explicara en su libro "The liar in your life" que mentimos entre dos y tres veces en los 10 primeros minutos de conversación con un nuevo conocido.
Mentimos porque hay público. Porque están los otros. Las relaciones requieren este tipo de ficciones convenidas, casi siempre balsámicas. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, en su libro póstumo Conductas y actitudes (Tusquets, 2009), sostiene que "la vida social exige adobar, esto es, mejorar a nuestra manera la imagen de nosotros mismos de cara a los demás".
Hay mentiras, sin embargo, que crecen demasiado y alcanzan el otro extremo de la falsedad, la impostura. Para eso hace falta cálculo, voluntad de engaño, un montón de energía, ingenio, memoria y probablemente mucho tiempo. Es así como se logra ocultar la propia identidad para cimentar una nueva sobre una mentira.
El caso de Enric Marco es ejemplar. El hombre se pasó casi 30 años, desde 1978 hasta 2005, diciendo que había estado en el campo de concentración nazi de Flossenbürg. Recibió la Cruz de Sant Jordi, una de las más altas distinciones que concede la Generalitat catalana. Dio cientos de conferencias. Se inventó un número de deportado, el 6.448. Presidió la asociación Amical de Mauthausen. Cuando un historiador que llevaba tres años rastreando las vidas de españoles víctimas del Holocausto descubrió, demostró y denunció la impostura, Marco dijo que no lo hizo "por maldad". "Parecía que me prestaban más atención y podía difundir mejor el sufrimiento de quienes pasaron por los campos de concentración".
No es difícil comprender -aunque no sea justificable- que un político mienta para ocultar que ha robado dinero público; que un asesino cuente una película más o menos verosímil a la policía para intentar demostrar que no tiene nada que ver con el cadáver o que alguien invente todo tipo de coartadas para mantener una infidelidad. Son mentiras instrumentales, tienen un objetivo puntual y responden a los tres principales motores de la falsedad: el poder, el sexo y el dinero.
El problema surge cuando la impostura es radical o vita, cuando ocupa el centro de la personalidad del sujeto. ¿Qué hay detrás de un impostor? ¿Por qué arriesgarlo todo por una fabulación, en apariencia, innecesaria? Acaso una insatisfacción sobre la propia personalidad que tiende a compensar de manera simbólica. Al principio hay una recompensa inmediata, se cuenta algo que impresiona a los demás en un ámbito pequeño. Pero después es cada vez más difícil ser convincente, se implica a más personas y se pierde el control.
Una mentira exige otras muchas más. Una gran mentira exige compromiso. Calcularla, elaborarla, elucubrar posibles escenarios peligrosos y respuestas a preguntas incómodas, capacidad de improvisación. Para José María Martínez Selva, profesor de Psicología de la Universidad de Murcia y autor de La gran mentira (Paidós, 2009), hay que distinguir entre el impostor instrumental, lo que él llama "truhanes", y el fabulador. Marco entraría en la primera categoría. Tania Head, en la segunda.
Esta barcelonesa, cuyo nombre real es Alicia Esteve Head, llegó a presidir la asociación de víctimas del World Trade Center. Tania Head entra en escena justo después de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, cuando el mundo entero está conmocionado por el desastre. Ella explica a los medios de comunicación, en la zona cero, que estaba en la planta 78 de la torre sur y se cuenta entre la veintena de personas que sobrevivieron aunque se encontraban en plantas superiores a las que afectó el impacto del avión. Decía que trabajaba en las oficinas de Merrill Lynch y que un hombre, poco antes de morir, le dio su anillo de casado para que ella se lo entregara a su esposa. Por si no era suficientemente impactante, su relato incluía la tragedia de su novio, Dave, que murió en la torre norte, con el que estaba a punto de casarse.
Los diarios The New York Times y La Vanguardia, desmontaron la historia. No sólo no era verdad sino que, además, Alicia Esteve, ni era hija de diplomáticos, ni había estudiado en Harvard ni en Stanford. "Es la auténtica fabuladora", opina Martínez Selva. "No todo el mundo es capaz de mentir así. Se recrea en los detalles, disfruta siendo el centro de atención e impresionando a los demás a golpe de emoción. Este tipo de persona es capaz de seguir mintiendo, de cambiar de ambiente o de país y reinventarse, a diferencia de Enric Marco, que, una vez descubierto, frenó. Él rehuía contar anécdotas de su paso por el campo y evitaba compartir experiencias con supervivientes".
Es habitual que una gran mentira, aunque no haya suplantación de la identidad o impostura en el sentido de mentir sobre uno mismo hasta ser otro, conduzca a cometer delitos. Es el caso de la familia Heene, los padres del niño del globo. Ayer admitieron los cargos por denuncia falsa, por movilizar a las autoridades para que rescataran a su hijo de un peligro inexistente, informa la BBC.
En las grandes mentiras siempre existe la duda de si, a fuerza de repetírselas y contarlas, el impostor acaba por creérselas. La mayoría de ellos no padece ninguna enfermedad mental, explica Jerónimo Saiz, presidente de la Asociación Española de Psiquiatría. Mentir casi siempre es una elección. Desde el mero maquillaje de la realidad para que se ajuste a la imagen que queremos dar en un momento dado, a la gran mentira, buscamos coherencia.
Llevar este mecanismo al extremo puede explicar, en parte, la persistencia en la falsedad, hasta que resulta inevitable reconocerla. La propia configuración de la memoria -un proceso activo, que se rehace constantemente- propicia que haya gente capaz de recordar como ciertos hechos que nunca ocurrieron, sobre todo respecto a la infancia, explica el catedrático en Fisiología de la Complutense Francisco José Rubia. "Al almacenar recuerdos comparamos con lo que ya conocemos, y en ese proceso nos servimos de emociones, creencias, expectativas y realidad. Tendemos a embellecerlos y al contarlos una y otra vez así los vamos modificando", asegura.
De hecho, el autoengaño es positivo, ya que nos ayuda a sobrellevar las frustraciones de la vida. Las personas deprimidas manifiestan lo que llamamos el realismo depresivo: la imagen que tienen de sí mismos se parece más a cómo los ven los demás. No hacen lo que el resto, decirse a sí mismo que se es buena persona, que se es inteligente y elevar sus virtudes.
La mentira es una cuestión de dosis: un poco de autoengaño y algo de cortesía para poder salir a la calle resulta imprescindible. El problema es que hay quien empieza a mentir y descubre que ya no puede parar.
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