El polen de los plataneros
Hoy he imaginado, por un instante, que la locura es el castigo para quien viola un recinto secreto y mira a los ojos a un animal terrible cuyo conocimiento nos está vedado.
En Madrid, esta noche algo ha dejado impreso su vaho en mi ventana. Con el índice escribo en el cristal empañado una palabra.
Una señal que antes indicaba el camino, ahora cuelga inclinada hacia el desfiladero. Debería enderezarla: voy a pié y no tengo prisa. Quizás le sea útil a alguien algún día. Quién sabe.
Hay que tener cuidado con algunas palabras escritas a deshora: imposible, desamor, compromiso, rehabilitación. Son, siempre, demasiado largas.
Algunos días son como calles entre solares baldíos, pavimentadas y rodeadas de maleza. Días como una carretera bajo el sol: recta, vacía, interminable.
Los obispos declaran, con su perspicacia habitual, que la situación del mundo es más grave de lo que parece. Sólo ellos (y algunas constelaciones de niños) saben cuanta razón les asiste.
Los besos son un destino mejor que la sabiduría y el amor mucho más interesante que la perfección. Porque eso ahora sé que quién presta atención a la sintaxis nunca podrá besarme de verdad. La vida no es un soneto y la muerte, mucho me temo, tampoco un paréntesis.
Las palabras son mapas de un tesoro que no ha sobrevivido a la tormenta. Caras ahogadas de mirada fija, costillas del desastre, toneles abandonados, naufragios de peces y algas, tentativas de fantasmas, monedas de oro apenas gastadas, bitácoras roidas por el agua.
La victoria es un instante rabioso de mordedura firme, sin mandíbulas ni dientes. Pero si prestamos atención, por debajo de los abrazos y de las palmas, más allá del resplandor de los sentidos, al fondo de todas las cosas, se escucha el sonido imposible de un pétalo que cae: es la derrota que espera su sangrienta ración.
La primera mirada por la ventana al despertarse, el viejo libro que creímos perdido, la nieve, el cambio de las estaciones, el periódico, tus ojos, la palabra exacta, nadar en silencio, la música, el corazón ardiente, los zapatos cómodos, comprender, escribir, plantar, viajar, cantar, ser amable.
Las iglesias me fascinan: son desiertos con columnas y ojos de gato tornasolados y pecadoramente bellos en los que dos pedazos de madera escuchan en silencio las oraciones de una manada de borreguiles lobos disfrazados de cordero.
Envidio a los hombres que anhelan, como conejos con los ojos en blanco, las líneas rectas y su infinita vaciedad.
Consejo para el amigo poeta vocacional: trabaja el tiempo imprescindible, reune dinero, cómprate un revolver y tres balas y en cuanto puedas, dispárate en la nuca. En cuanto a las dos balas sobrantes no hay secreto: si de verdad eres poeta sabrás que no es fácil acertar a la primera.
Sómos como manchas Rorschard: ángeles caidos que no son ni lo bastante buenos para ser salvados ni lo bastante malos como para merecer un infierno en condiciones. Por eso, como Humpty Dumpty nos caemos una y otra vez, torpemente, un poco a tontas y a locas.
Es tan fácil olvidar a qué hemos venido. Y sin embargo, si, a pesar de todo, algo del sufrimiento nos hace más compasivos y ardientes, todavía hay esperanza
Instantes de la vida interior fotografiados con palabras. Gracias de nuevo.
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