Vive en mi un recuerdo


Empezó a perderse un día sin saber muy bien cómo. Se despistaba entre la gente y yo la contemplaba divertido desde lejos, con su abrigo negro largísimo, como ajena a todo y sin embargo perfectamente en su lugar, con aquella gracia serena e inasible con la que nos desarbolaba a todos en cuanto la conocíamos.

Me enseño todo lo necesario. A prescindir de lo inútil y a morder un poco el polvo sin quejarme. A asumir lo incierto. A matar varias especies de arañas norteamericanas. Que siempre hay un cielo allá fuera que nos aguarda. A reposar en las miradas. Que todo es precario. A disfrutar los días grises, las películas malas y los lunes interminables que devoran vida a bocados.

Yo le explicaba los nombres de los pájaros y ella los repetía en su vacilante castellano, como si al hacerlo los sonidos nos hicieran acreedores de una magia antigua y misteriosa. Cuando me dormía en su vientre me deslizaba en silencio por lugares distantes, bajo la sonrisa indeleble de la luna o en un barco que recorre a la deriva el mar de Alborán.

Nos casamos una tarde de septiembre en su pueblo, North Vangor, estado de Nueva York, uno de los lugares más desolados de la tierra. Para entonces ella ya estaba muy enferma, pero no hubo nadie a quién dejara de parecerle la novia más rubia y más hermosa del universo. Recuerdo que al regresar a España, mientras atravesábamos los inagotables campos de Castilla, sonreía sin parar y me apretaba la mano al ver la negra silueta del toro de Osborne recortándose sobre el horizonte.

Se fue una tarde sin hacer ruido, con la mirada serena de siempre.

Cada día me siento a esperarla y sé que continuaré haciéndolo cuando ya haya olvidado hasta mi propio nombre.

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