De cuerpo presente



Todos tuvimos alguna vez una prima segunda. La mía se llamaba Patricia y solo la veía de pascuas a ramos en sus fiestas de cumpleaños y otros eventos sociales de nuestra dispersa y nada avenida comunidad familiar.

Conviene aclarar en este punto que Patricia y sus padres pertenecían a la parte bien de la familia, la que daba fiestas, tenía un enorme descapotable azul y vestía como la gente de las películas.

Yo pertenecía a la otra parte, porque mi abuelo había sido rojo. Y eso, al parecer era malo. Yo no lo entendía porque si de algo estaba seguro era de que mi abuelo siempre había tenido un color estupendo.

Por aquel entonces yo debía tener ocho años y ella trece o catorce. Yo medía dos palmos y ella calculo que mediría, así a ojo, como dos metros y medio, o eso me parecía a mí, que la veía tan alta y tan rubia, hermosa y elegante como una dama élfica a punto de echarse a volar por encima de todos nosotros, viles mortales, sorteando con elegante displicencia lámparas rococó y cuadros de señores con bigote de rostro severo que debían ser ancestros que, como se suele decirse con un gusto discutible, habían pasado a mejor vida y, la verdad, no tenían aspecto de estar muy contentos con las vistas de ese viaje.

Como yo sufría un ataque insobornable de timidez en cada una de aquellas reuniones familiares nunca faltaba el momento en que alguna tía segunda bien provista de pelos en los lunares aprovechaba la ocasión, me cogía de la mejilla y a grito pelado, para que se oyese bien, tirando con fuerza salvaje, proclamaba que yo era niño monísimo y muy bien educado, que sabía ver, oír y callar.

Tan bien educado para ser pobre, querían decir, pero no lo decían porque esas cosas no se dicen, claro. Yo tampoco decía nada, pero me hubiera gustado soltar unos cuantos puntapiés con mis zapatos Gorila negros de punta irrompible diseñados para durar toda la temporada de invierno. Pero sabía que no podía hacer eso, así que no lo hacía -con lo que convendremos que, en el fondo, algo de educación sí que tenía-.

En realidad no es que yo fuera muy discreto ni educado: es que solo tenía ojos para Patricia. Ella, en cambio, no me miraba ni poco ni mucho. Yo ni siquiera existía o existía sólo en el plano de las cosas cuya existencia queda absorbida por su completa irrelevancia. Todo el mundo comentaba sin parar que ella estaba guapísima y cuanto más guapa estaba ella, más y más pequeño e invisible me hacía yo.

Así son las cosas. Que se le va a hacer.

Calculo que tardé unos veinte años en cobrar vida. Se había muerto mi abuelo y yo había regresado para asistir al funeral desde Londres siendo ya un chico con dos carreras y un doctorado en psicología social. Por su parte, Patricia había salido de una larga relación con un muchacho elegante y de buena familia que, después de casi tres lustros de noviazgo, tardes y más tardes de cine y exhaustivas compras de mantelería y ropa de cama en el Corte Inglés, le confesó, a poco más de un mes para la boda, que era gay, que siempre lo había sido y que ya había abandonado la esperanza de dejar de serlo alguna vez.

Patricia seguía igual de guapa. Yo me había apartado un poco, como siempre procuro hacer en esas ocasiones, del gentío del tanatorio y ella se acercó a buscarme. Cuando me dio el pésame, de los nervios estuve a punto de darselo también a ella por lo de su novio, lo cual no hubiera sido con toda seguridad una buena idea. Por suerte, en el último instante conseguí poner en marcha unas cuantas neuronas, musité gracias en voz baja tratando de impostar la voz para evitar un más que posible falsete y, fingiendo cierta naturalidad, me quedé allí mirando al vacío sin saber muy bien qué hacer.

Ninguno de los dos dijimos nada durante un rato que me pareció eterno. Luego ella volvió a mirarme y noté que, de alguna forma y por primera vez, me veía de verdad, como si por fin fuera capaz de atravesar el muro invisible que se interponía entre nosotros. Entonces, sin dejar de mirarme fijamente, sonrió y me dijo: es un mierda, verdad? Yo le respondí que sí, que todo era una mierda enorme. Y ella volvió a sonreir, pero esta vez de una forma distinta, como si me hubiera entendido, como si estuviera de acuerdo o quizás las dos cosas a la vez. Sacó un cigarro y, como si nos conociéramos de toda la vida -y en realidad era así- me invitó a tomar algo en la cafetería del tanatorio que, aquella hora de la noche, ya iba quedando despoblada de visitantes.

Yo dije que sí. Pero nada más decir que sí empecé a pensar que mi abuelo -que, por cierto, era un tío cojonudo que a veces bebía más de la cuenta y que cuando bebía más de la cuenta seguía siendo un tío cojonudo- estaba ahí en medio, de cuerpo presente. Y yo estaba triste por eso. Pero Patricia me había mirado por primera vez. Y me había sonreído. Y me había invitado a café. Y yo empezaba a estar contento.

Y, en cierto sentido, estar contento con el ataúd de mi abuelo ahí delante, no dejaba de ser algo un poco raro.

Luego pensé que mi abuelo lo hubiera entendido perfectamente. Y presentí que, en alguna parte, él estaría guiñándome el ojo izquierdo con aquel gesto afilado y lleno de inteligencia con el que siempre me sonreía en silencio. 

Y justo entonces, en ese mismo instante, supe con toda certeza y sin ninguna demostración posible que era así. Justo así.

Y me tomé aquel café. 

PD. Dedicado a mi güelu Arturo que trabajaba de jardinero, era rojo, bebía más de lo recomendable y es -porque sigue siendo y siempre lo será mientras yo exista- una de las personas más buenas y estupendas que cualquiera puede tener la suerte de conocer.




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