Aullidos
La literatura siempre me pareció un mal sucedáneo de la vida. Una impostura lastimosa de la que son rehenes aquellos que no fueron capaces de aprender a vivir como es debido por sus propios medios.
Por eso los concursantes de Mujeres y Hombres y Viceversa, que parecen la mar de sanos y felices (y con toda probabilidad lo son, si las enfermedades de transmisión sexual no cuentan), no andan por ahí escribiendo églogas bucólicas y pastoriles. Y por esa misma razón, Carlos Fabra, en lugar de perder el tiempo componiendo sonetos, recolecta premios de la lotería como si hubiera domesticado a la suerte gracias al magnético influjo de sus gafas de sol: porque se trata de individuos que, en vez de andar por ahí perdiendo el tiempo en tonterías, saben escarbar donde deben y por eso acaban sacarndo provecho de este turbio y algo confuso asunto de vivir.
Manolo García ya lo dijo a su manera:
Nana del marinero, nudo de antojos,
que nadie te amará tanto como yo.
Si ahora pudiese estar mirando tus ojos
¿iba a estar escribiendo aquí esta canción?
Sin embargo, al hacerme un poco más viejo me di cuenta de que para algunas personas el mecanismo opera justo al revés. Para esos sujetos extraviados la vida es un sucedáneo de la literatura y por eso, solo son capaces de llegar a comprender -debería decir de metabolizar- aquello que, de pronto y por sorpresa, viniendo de no se sabe qué lugar de la psique, son capaces de destilar torpemente, a golpe de martillo y a fuego de soplete, en forma de palabras.
Desde el momento en que, por primera vez, uno es asaltado por ese aullido insomne no hay más remedio que asumir que la vida sólo podrá ser vivida para ser contada y que esas dos dimensiones -vida y literatura- serán siempre el haz y el envés de la misma realidad. Entonces, como dijo Coleridge y más tarde repitió Borges, uno descubre que no hay otro destino posible que el literario y que la literatura, así entendida, nos aguardará siempre: en el aire que respiramos, en la conversación casual a la que asistimos en la línea azul del metro de Barcelona, en la efímera y singular belleza de las cosas ordinarias que casi nos pasan desapercibidas y en todo aquello que un día conocimos, soñamos y hasta creímos olvidar.
Conviene retener, para evitar confusiones, que ese destino literario es sólo eventualmente el destino de alguien que acaba escribiendo y, en menos ocasiones todavía, el de un escritor profesional. La mayor parte de esas personas nunca llegará -por razones muy diversas- a escribir nada que no sea la lista de la compra y eso no importa lo más mínimo: se trata de un asunto de perspectiva, de aquello que uno siente y sabe que es en realidad; de una forma singular -ni mejor ni peor que otra cualquiera- de enfocar la vida y de aproximarse a las cosas que nos ocurren y no de una incierta profesión; profesión, en la que, por otra parte, a poco que uno se acerque lo suficiente, percibe un lastimoso aroma de egos fuera de control.
PD. De pequeño, con cinco o seis años, cuando de madrugada iba caminando al colegio del pueblo de al lado, escuchaba el eco distante de los aullidos de los lobos en el monte. Era curioso porque, un rato antes, en el calor de la cama, aquellos aullidos apenas presentidos me daban un miedo terrible y me obligaban a guarecerme en lo más profundo de las sábanas. En cambio, luego, mientras recorría los sinuosos vericuetos del monte de la mano de mi abuela, de alguna forma que no soy capaz de explicar, sentía que aquellas voces lejanas me reconocían y me acompañaban.
Sin embargo, al hacerme un poco más viejo me di cuenta de que para algunas personas el mecanismo opera justo al revés. Para esos sujetos extraviados la vida es un sucedáneo de la literatura y por eso, solo son capaces de llegar a comprender -debería decir de metabolizar- aquello que, de pronto y por sorpresa, viniendo de no se sabe qué lugar de la psique, son capaces de destilar torpemente, a golpe de martillo y a fuego de soplete, en forma de palabras.
Desde el momento en que, por primera vez, uno es asaltado por ese aullido insomne no hay más remedio que asumir que la vida sólo podrá ser vivida para ser contada y que esas dos dimensiones -vida y literatura- serán siempre el haz y el envés de la misma realidad. Entonces, como dijo Coleridge y más tarde repitió Borges, uno descubre que no hay otro destino posible que el literario y que la literatura, así entendida, nos aguardará siempre: en el aire que respiramos, en la conversación casual a la que asistimos en la línea azul del metro de Barcelona, en la efímera y singular belleza de las cosas ordinarias que casi nos pasan desapercibidas y en todo aquello que un día conocimos, soñamos y hasta creímos olvidar.
Conviene retener, para evitar confusiones, que ese destino literario es sólo eventualmente el destino de alguien que acaba escribiendo y, en menos ocasiones todavía, el de un escritor profesional. La mayor parte de esas personas nunca llegará -por razones muy diversas- a escribir nada que no sea la lista de la compra y eso no importa lo más mínimo: se trata de un asunto de perspectiva, de aquello que uno siente y sabe que es en realidad; de una forma singular -ni mejor ni peor que otra cualquiera- de enfocar la vida y de aproximarse a las cosas que nos ocurren y no de una incierta profesión; profesión, en la que, por otra parte, a poco que uno se acerque lo suficiente, percibe un lastimoso aroma de egos fuera de control.
PD. De pequeño, con cinco o seis años, cuando de madrugada iba caminando al colegio del pueblo de al lado, escuchaba el eco distante de los aullidos de los lobos en el monte. Era curioso porque, un rato antes, en el calor de la cama, aquellos aullidos apenas presentidos me daban un miedo terrible y me obligaban a guarecerme en lo más profundo de las sábanas. En cambio, luego, mientras recorría los sinuosos vericuetos del monte de la mano de mi abuela, de alguna forma que no soy capaz de explicar, sentía que aquellas voces lejanas me reconocían y me acompañaban.
Desde el momento en que, por primera vez, uno es asaltado por ese aullido insomne no hay más remedio que asumir que la vida sólo podrá ser vivida para ser contada y que esas dos dimensiones -vida y literatura- serán siempre el haz y el envés de la misma realidad. Entonces, como dijo Coleridge y más tarde repitió Borges, uno descubre que no hay otro destino posible que el literario y que la literatura, así entendida, nos aguardará siempre: en el aire que respiramos, en la conversación casual a la que asistimos en la línea azul del metro de Barcelona, en la efímera y singular belleza de las cosas ordinarias que casi nos pasan desapercibidas y en todo aquello que un día conocimos, soñamos y hasta creímos olvidar.
Conviene retener, para evitar confusiones, que ese destino literario es sólo eventualmente el destino de alguien que acaba escribiendo y, en menos ocasiones todavía, el de un escritor profesional. La mayor parte de esas personas nunca llegará -por razones muy diversas- a escribir nada que no sea la lista de la compra y eso no importa lo más mínimo: se trata de un asunto de perspectiva, de aquello que uno siente y sabe que es en realidad; de una forma singular -ni mejor ni peor que otra cualquiera- de enfocar la vida y de aproximarse a las cosas que nos ocurren y no de una incierta profesión; profesión, en la que, por otra parte, a poco que uno se acerque lo suficiente, percibe un lastimoso aroma de egos fuera de control.
PD. De pequeño, con cinco o seis años, cuando de madrugada iba caminando al colegio del pueblo de al lado, escuchaba el eco distante de los aullidos de los lobos en el monte. Era curioso porque, un rato antes, en el calor de la cama, aquellos aullidos apenas presentidos me daban un miedo terrible y me obligaban a guarecerme en lo más profundo de las sábanas. En cambio, luego, mientras recorría los sinuosos vericuetos del monte de la mano de mi abuela, de alguna forma que no soy capaz de explicar, sentía que aquellas voces lejanas me reconocían y me acompañaban.
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