Infancia
Nací en una casa atrapada entre el incesante tráfico de la carretera
nacional 632 y un riachuelo miserable que en verano huele a ropa vieja y agua estancada. Al borde del río, frente a la casa, se desparrama un vasto cañaveral de bambú plantado por mi abuelo que pronto reveló una naturaleza endémica y voraz que lo llevó a asediar y luego invadir, uno a uno, los prados de los vecinos. En medio del cañaveral sólo sobrevive un enorme álamo blanco que sirve de observatorio a las bandadas de gorriones y que, los días de viento nordeste, se balancea cadencioso y elegante como un príncipe de las mareas. Más cerca, al pie de la casa y entre ortigas, brota una higuera que embriaga el aire con su olor empalagoso y cuyas ramas retorcidas, que se apoyan displicentes sobre la pared del tendejón, dan sombra a las gallinas del corral.
Allí crecí, calzado con mis playeros de tela azul del economato, en el exilio de un cuarto húmedo con una ventana que daba al río, en la planta de arriba de la casa, al final de un largo y oscuro pasillo de madera que, a la hora de la siesta, crujía con cada pisada y con cada ronquido. Yo imaginaba que aquel pasillo estaba plagado de fantasmas, extraterrestres, piratas y ladrones, todos ellos individuos de mal vivir y muy aviesas intenciones, así que, en mi condición de héroe de la película, me veía obligado a sostener con ellos incruentas batallas que acababan en el momento en que mi madre me gritaba que ya estaba bien desde el piso de abajo, convencida de que, de tanto correr y saltar de un lado a otro del pasillo, cualquier día yo iba a echar la casa abajo.
Acabada la contienda me recluía en mi habitación y, allí, tumbado en la cama con la radio encendida, me quedaba horas y horas leyendo todo lo que caía en mis manos, absorto en desmenuzar los detalles de cualquier tontería que se me hubiera ocurrido o, las más de las veces, contemplando desde la ventana cualquier cosa (el vuelo de un pájaro sobre la distante raya del horizonte o las idas y venidas de mi tío Armando mientras echaba de comer a sus vacas) que me ayudara a vadear el asfixiante naufragio de las horas.
Si me asomaba a la ventana, sacando medio cuerpo fuera, veía a mi madre tendiendo la ropa junto al molino, en un viejo lavadero de piedra al que se accedía por un camino resbaladizo y en el que con las primeras heladas de noviembre el agua se transformaba en cristales capaces de despellejarte la piel. Al otro lado, en nuestro destartalado tendejón, repleto de hierba, ratones y trastos viejos y cubierto con placas de uralita gris que hacían que los geranios de mi madre, plantados en latas de aceite desmochadas, ardieran bajo el exuberante sol del verano, escuchaba la inconfundible voz de mi hermano que jugaba, con cajas de fruta y unas cuantas garrafas de plástico vacías, a edificar imaginarias fortalezas.
Si me asomaba a la ventana, sacando medio cuerpo fuera, veía a mi madre tendiendo la ropa junto al molino, en un viejo lavadero de piedra al que se accedía por un camino resbaladizo y en el que con las primeras heladas de noviembre el agua se transformaba en cristales capaces de despellejarte la piel. Al otro lado, en nuestro destartalado tendejón, repleto de hierba, ratones y trastos viejos y cubierto con placas de uralita gris que hacían que los geranios de mi madre, plantados en latas de aceite desmochadas, ardieran bajo el exuberante sol del verano, escuchaba la inconfundible voz de mi hermano que jugaba, con cajas de fruta y unas cuantas garrafas de plástico vacías, a edificar imaginarias fortalezas.
Con el paso de tiempo y viendo las cosas en perspectiva, me gustaría ser capaz de llevarte de la mano, amor mío, a un día cualquiera de aquellos y, allí, justo en mi pequeña habitación en la que por la noche yo escuchaba el ruido de los ciempiés sobre la pared, sin que nadie pudiera vernos, tocar tu pelo muy despacio, escucharte cuando pronuncias las palabras mágicas que conjuran la soledad y ser feliz como un día aprendí a serlo en el vientre de tu sonrisa.
Pero yo entonces era un niño y no sabía nada de eso.
PD. Bien mirado -no ignoro que la comparación es extraña-, ser niño es un poco como estar enfermo: ambos, el niño y el enfermo, se asoman a la ventana de un mar inmenso y erizado de peligros que están obligados a vadear en solitario y sin cartas de navegación; experimentan una serie de sucesos, a menudo desagradables, que no han elegido y que todo el mundo les explica en un lenguaje ininteligible; y, pese a todo, están habitados, en la vasta soledad de su cama, por la insomne esperanza del que quizás no tiene nada y aún sueña con todo.
Me has robado mi más tierna y sincera sonrisa.
ResponderEliminar"Habitados sólo por la insomne esperanza del que quizás no tiene nada y sueña con todo." Genial.
Saludos!
Es curioso pero, cuando hablas de tu vida, las cosas que cuentas llegan al alma y la atraviesan de lado a lado. Felicidades.
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