El birria (and all his friends)
El verano pasado, mientras
asístía al baile ejecutado al son de la flauta y el tamboril
por los formidables paloteros de Tábara, me sorprendió la figura del birria:
una especie de diablo burlón, de disfraz colorista y nariz prominente, que se intercala entre los bailarines, golpeando al que se equivoca y, también, al espectador distraido y que, llegado el caso, si algún bailarín “se
manca” (lesiona), le sustituye a modo de
comodín.
Aquella figura me pareció
extraordinariamente sugerente. Más tarde, trasteando por internet averigüe que
hay diversas mascaradas invernales (entre los últimos días de diciembre y los primeros de enero) en las que aparecen personajes análogos y que en el pasado hubo birrias en otros pueblos de Tábara y Benavente.
No obstante, esos birrias invernales –como el Zangarrón, el Carocho, los
Diablos, los Filochos, la Filandorra o los Cencerrones- actuan al margen de
los danzantes -corren, saltan, zurran a la gente, recogen el aguinaldo- y su
presencia resulta en general algo más oscura y amenazadora.
En cambio, en sus apariciones estivales, allá por el Corpus,
la figura del birria parece dulcificada por el clima, convirtiéndose en una especie de parodia del mal mitigada
e irónica y, más que nada, traviesa.
¿Qué es el birria? Varias cosas. El
rastro de una inmemorial ceremonia de transición estacional –el solsticio de
invierno- mediante la cual se intenta reforzar, por medio de la magia, el éxito de la caza
y (después) de la cosecha y, en paralelo, un ritual de iniciación masculina
(por eso en la práctica totalidad de los casos intervienen personajes
masculinos, mientras que los femeninos representan el invierno que ha quedado
atrás y por eso con frecuencia son quemados). Pero es más cosas: la
quiebra momentánea de las reglas como mecanismo de refuerzo y cohesión social
y, desde el punto de vista religioso, una forma de caricaturización demoniaca
atenuada que, a modo de vacuna, sirve de paradójico conjuro contra el mal.
PD. En la localidad burgalesa de Castrillo de Murcia, durante la fiesta del Corpus el colacho salta sobre los niños nacidos ese año para
protegerlos del mal, haciendo desaparecer -según creencia popular- algunas enfermedades infantiles como la hernia, la
tosferina o la erisipela. Parece que el birria, cuando pertenecía al grupo de
mascaradas de invierno, tenía un poder similar: “Una informante muy anciana,
subraya el antropólogo Rodríguez Pascual, me habló de un rito singular,
agregado a la primitiva fiesta del Birria, que se celebraba a final del año,
posiblemente el día de San Esteban. Durante ella se hacía la hoguera del
solsticio de invierno, al estilo de la que existe todavía en Carbajales. Las
madres llevaban a ella a los hijos enfermos, sobre todo a los herniados, que
aquí llaman quebrados o potrosos. Existía la creencia generalizada de que se
curaban si el Birria saltaba el fuego ante la presencia de sus progenitoras.
PD2. Hay numerosas mascaradas en
la comarca zamorana de Aliste y en diversos lugares de Asturias. Y, más allá,
con diferentes variaciones, en lugares tan distantes como Rumania o Cerdeña.
Creo que debe haber muy pocas manifestaciones culturales más antiguas y más
reveladoras de un tiempo remoto en el que el hombre necesitaba invocar la magia
ritual para sostener su desigual pelea cotidiana contra el frío, el hambre, la oscuridad y el
miedo. Ese miedo que explica, por otra parte, cualquiera de las formas de superchería y religiosidad (valga la redundancia), con las que nos hemos venido flagelando a lo largo de la historia.
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