Maragatos y urdangarines

Una de las cosas que más me perturba es no saber algo.


Aclaremos la afirmación. Es obvio que hay muchas cosas que no sé y ese vastísimo desconocimiento mío no me perturba el sueño como lo haría, pongamos por ejemplo, una cena a base de fabada y mantecados con aljonjolí. Me refiero a otra clase de ignorancia: a aquella que deriva de no saber algo que me interesa de forma especial y que, sin embargo, no puede ser  elucidado, por la razón que sea, a la luz del estado actual de nuestro conocimiento.


Un ejemplo. De pequeño veraneaba cerca de Astorga y con frecuencia oía hablar de los maragatos: una etnia de oscuras raíces que habitaba una dispersa zona al oeste de Astorga, a los pies del monte Teleno y que tiempo atrás, antes de la aparición del ferrocarril, se dedicaba a la arriería.

De su cultura apenas subsisten hoy algunas manifestaciones rituales (su peculiar indumentaria o su ceremonia de boda, por citar dos ejemplos) pero el problema es que nadie sabe a ciencia cierta de dónde han salido esos maragatos. Algunos historiadores creen que son bereberes, otros que son visigodos y otros -quizás esta sea hoy la tesis mayoritaria- que en realidad se trata de un pueblo de origen semita (es decir, judío) entreverado con una primitiva cultura asturiana de la que apenan quedan huellas.

Pero saberlo, no se sabe. Y no saberlo -o, más exactamente, que no haya forma alguna de saberlo- me pone bastante de los nervios.

En cambio, el asunto Urdangarin no me produce demasiada inquietud porque no hay nada a estas alturas de la película que no sepamos ya: un tío bastante menos listo de lo que él mismo cree se junta con un listillo de ESADE que le adoctrina sobre cómo desplumar al prójimo con el timo del patrocinio (que viene a ser la versión 2.0 del tocomocho), utilizando como palanca tuercevoluntades su condición de consorte de la hija del Rey.

En los negocios de Urdangarín, como buena empresa familiar, parece que hacía gestiones y echaba una mano toda la familia (me explico?) hasta que al final la cosa empezó a tornarse peligrosa y desde las alturas alguien ordenó un discreta retirada que, por orgullo o por ignorancia, el interfecto demoró más de la cuenta, lo que, a su vez, acabó facilitando que el lío saliera a la luz.

Todos sabemos lo que ha pasado aquí. Nosotros, el fiscal, el juez y Chiquito de la Calzada. Ignoramos las repercusiones judiciales del asunto -sobre eso correrán todavía océanos de tinta- pero eso en realidad ya no importa demasiado: lo que importa es saber lo qué ha sucedido, porque saberlo nos permite formarnos nuestro propio juicio moral.

Y ese juicio moral ya es, a estas alturas, pase lo que pase en las próximas estaciones de esta inacabable penitencia jurídico-mediática, inapelable y, dicho sea de paso, motivo de una fructífera mofa popular que ha revitalizado todo un género literario y humorístico, el satírico, que no sería apenas nada si no fuera por las desventuradas andanzas, sucederes y acontecidos de esta variopinta y siempre sorprendente casa real con la que, por obra un poco de la fortuna y un bastante más de Francisco Franco, hemos sido agraciados todos los españoles.


PD1. Cayo Lara dijo el otro día una tontería considerable: que la monarquía es indefendible porque las reglas de sucesión pueden hacer recaer el trono en un idiota. A primera vista eso se parece mucho a un argumento razonable, pero en realidad no lo es en absoluto: la democracia ha convertido en presidentes a lo largo de la historia a un sinnúmero de imbéciles y/o criminales y eso no le resta un ápice de legitimidad. La monarquía es éticamente reprobable porque la única fuente democrática de soberanía es la voluntad popular y no un absurdo principio dinástico y no porque el rey pueda acabar siendo un genio de la física cuántica o un hipotético individuo de calzones más bien volátiles y sinuosas limitaciones cognitivas que se disculpa en público con el aplomo de un niño de ocho años.

PD2. Al parecer un atributo de los arrieros maragatos era su insobornable honestidad que hacía que fuera completamente seguro encomendarles cualquier carga; carga que, al parecer, estaban dispuestos a defender incluso con su vida llegado el caso. Visto así, quizás a Urdangarín le hubiera venido bien contagiarse un poquito del espíritu de la maragatería, pero mucho me temo que en ESADE dedican el tiempo a disciplinas de mayor enjundia que eso tan viejuno y poco provechoso de la honestidad.

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