Pequeños viajes

De pequeño mi padre nos llevaba en una moto destartalada a mi hermano y a mi a casa de mi abuela en Guimarán. No había mucha distancia -apenas cuatro kilómetros por una carretera local de curvas reviradas y bastante pendiente-, pero en aquel viaje de tres en uno sin casco violábamos todas las normas de la Dirección General de Tráfico y, de paso, si nos tropezábamos con algún coche despistado, también las leyes de la gravedad y alguna que otra de la física cuántica. Pero no nos importaba: mi hermano y yo éramos felices aferrados a la cintura de mi padre que era grande y fuerte como una roca. 

Para los trabajos del campo tripulábamos un carro tirado por un caballo gris de mirada apática. Siendo yo muy pequeño, me sorprendía que todo el mundo tuviera tractor menos nosotros, pero, inocente de mí, no reparaba en que ello no sucedía porque fuéramos, como yo imaginaba, unos individuos alternativos y originales, asilvestrados y la mar de ecológicos, sino porque, en realidad, nos contábamos entre los más pobres de un pueblo que no era precisamente rico. De todas formas, en lugar de sentirme mal por aquel evidente conflicto de clase que hubiera reclamado la intervención de una fuerza redistributiva e igualadora, yo me sentía el individuo más feliz del mundo mientras traqueteaba en carro con mi abuelo por aquellos caminos del monte que las lluvias del invierno convertían en casi intransitables. 

Cuando mi padre se compró el primer coche (un seat 131 gris-marrón) a mi me pareció que con aquella adquisición habíamos accedido a la élite de la automoción mundial. El coche le venía bien porque era matarife en el matadero municipal de Gijón y de vez en cuando, cuando un ternero enfermaba -normalmente de una fulminante infección pulmonar- el tratante de ganado le llamaba a toda prisa para que se personara en el matadero. La cosa no tenía secreto: si el ternero llegaba vivo y así lo certificaba el veterinario, se podía aprovechar su carne; en cambio, si llegaba muerto apenas tenía valor, así que estaban en juego unos cuantos miles de duros. 

De vez en cuando el teléfono sonaba a las dos o las tres de la mañana y mi padre tenía que ir a Gijón, al matadero, a toda prisa en medio de la noche. Cuando eso ocurría yo me levantaba y me vestía para ir con él. El decía que no hacía falta e intentaba quitarme la idea de la cabeza por todos los medios, pero a mi me gustaba hacerle compañía en aquel matadero vacío (el veterinario se despedía nada más hacer el certificado) y ver como iba descuartizando a aquellos animales que cuando llegaban respiraban trabajosamente y que luego, ya abiertos en canal, tenían los pulmones azulados por la infección. Y a él, aunque no lo dijera, le encantaba que yo le acompañara.

El matadero era enorme y tenía muchas estancias que a mi me parecían asombrosas -los enormes lavaderos de despojos, las jaulas en las que los animales esperaban su hora final o las cámaras frigoríficas- y yo me dedicaba a recorrerlas, bajo la luz vacilante de la luna, en la única compañía de unas ratas grandes como gatos que se te quedaban mirando fijamente con más curiosidad que miedo y que eran capaces de mover las tapas de las alcantarillas de una patada para asomarse en busca de despojos a los que hincar el diente. Había, eso si, un guardia que solía ser un individuo raro y huraño que se entretenía escuchando la radio o viendo (casi intuyendo, para atenernos a la realidad) una pequeña televisión portátil en blanco y negro.

También había unas oficinas desiertas en las que durante las mañanas trabajaba el personal administrativo del matadero. Mi padre, que tenía las llaves, me dejaba allí en las noches más frías para que no me congelara y yo, mientras él trabajaba, me quedaba mirando, muerto de curiosidad, todos aquellos papeles que me parecían de otro mundo, sin presentir que al correr de los años el destino me acabaría enviando a una oficina que no sería muy distinta de aquella. Pero entonces yo no imaginaba nada de eso y me conformaba con echar un ojo a los mapas veterinarios de especies y enfermedades, plagados de dibujos de colores y de extraños nombres en latín, arcanos e impronunciables.

Al correr de los años me parece curioso observar que, aunque a mi padre y a mí nos gustaba mucho estar juntos, apenas hablábamos. Practicábamos -sólo ahora soy consciente de ello- una forma de amistad paternofilial a la inglesa que excluía la cháchara y la mayor parte de los días hasta la conversación. Sólo hablábamos lo justo, porque en  realidad no nos hacía falta más que estar juntos para sentirnos bien, y si con eso había de sobra no hacía falta nada mas.

Así había sido desde siempre. Mi madre me ha contado que, con dos o tres años, cuando el llegaba a casa, yo salía corriendo a buscarle y me liaba a darle tirones del pantalón hasta que se sentaba a mi lado, me daba un beso y los dos nos poníamos a leer el periódico en el portal. El leía unas hojas en silencio y me iba pasando otras que yo, muy serio, simulaba leer un rato y luego me ponía sobre la cabeza a modo de sombrero o arrugaba cual acordeón casero, hasta convertir el periódico en un cambalache informe que mi padre acababa ordenando a base de resoplidos cada vez que la cosa amenazaba con no tener vuelta atrás.

Según parece, si alguien intentaba quitarme el periódico yo montaba la de Dios es Cristo, así que, para evitar problemas de fuerza mayor, cada día me dejaban un buen rato a mi bola, enfrascado en aquel manoseo diario de la prensa escrita; manoseo que, por cierto, no abandonaba ni siquiera cuando tenía que abordar los asuntos más escabrosos en mi pequeña bacenilla azul de plástico; lo que causaba la desesperación de mi tío que, con más razón que un santo, alegaba que luego, cuando llegaba de trabajar por la tarde, ese periódico cochambroso lo tenía que leer él (al menos, gracias a esa curiosa costumbre pronto acabaría aprendiendo a leer sin ayuda de nadie).

Esta noche me he acordado de mi padre y, como siempre que ocurre esto, me he sentido alegre por el recuerdo de tantos y tantos instantes compartidos y, apenas un instante después, desolado por su ausencia de una forma que ni siquiera puedo aproximarme a describir con palabras. 

Si supieras cuanto te echo de menos papá...

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