En los confines del universo

Incluso en los tiempos difíciles, cuando los amigos empiezan a irse y uno no tiene más remedio que ver con cara de idiota como ocurren cosas terribles sin poder hacer nada para evitarlas, intento ser optimista.

Ser optimista es un buen negocio. Y no sólo por razones abstractas o de índole moral -tan propias de esos libros de autoayuda que evito como si propagaran la peste-, sino porque resulta ventajoso en términos competitivos: los optimistas viven más y, lo que es más importante, mejor.

El problema es que las ventajas del optimismo no son igual de evidentes si uno es Michael Phelps y tiene más medallas de oro que varios países juntos o si, con cartas bastante peores, uno ha nacido en una tribu del norte de Eritrea en la que la tasa de mortalidad infantil ronda el 70 por ciento y no hay nada a lo que hincar el diente en cientos de kilómetros a la redonda.

Es evidente que la palabra optimismo no significa exactamente lo mismo en Pedralbes y en Rhodesia. Pero como la vida gusta de ciertas paradojas, no es infrecuente que los habitantes de tantos y tantos poblados miserables del continente africano sonrían todo el rato en callejas polvorientas; mientras que nosotros, sus contemporáneos occidentales, parecemos sumidos en una infelicidad circunspecta, estreñida y, además, muy cara de mantener, ya que nunca somos capaces de sofocar el incendio de nuestras penas por más Ipads o Audis que nos compremos.

Reflexionando esta mañana sobre el asunto, mientras cruzaba la pasarela sobre el río Segre de camino al trabajo, me he acordado de la historia de "Blind" Willie Johnson, un cantante afro-americano nacido en Texas en 1897 cuya vida es, por decirlo suavemente, un improbable cúmulo de desastres.

Para empezar Willie no era ciego de nacimiento. Su madre había muerto y su padre, un reconocido maltratador, había vuelto a casarse. Cuando Willie tenía siete años su padre encontró a su madrastra con otro hombre y la golpeó (una vez más). Ella respondió arrojando lejía a los ojos de su hijastro (de ahí su ceguera).

Johnson permaneció en la pobreza hasta su muerte, predicando y cantando en las calles. En 1945 su casa se quemó y acabó viviendo entre las ruinas. Durmiendo al cielo raso, entre cartones y periódicos mojados, apenas sobrevivió unas semanas antes de fallecer a causa de una neumonía. En una entrevista posterior, su mujer relató que intentó llevarle a un hospital pero que le denegaron el acceso pretextando que era ciego.

Era un guitarrista formidable -de niño su padre le dejaba tocando en las esquinas con una lata atada al cuello para que los viandantes le arrojaran monedas- y se le considera uno de los más genuinos representante del soul americano, hasta el punto de que su música ha influido sobre muchos artistas posteriores que han versionado con frecuencia sus canciones (Led Zeppelin o Bob Dylan, por citar solo dos ejemplos).

¿Qué tiene todo esto que ver con lo que estaba contando acerca del optimismo? Un poco de paciencia, ya llegamos.

Seguro que han oído hablar de la Sonda Espacial Voyager 1. Lanzada en 1977 para tomar fotografías de Júpiter y Saturno -en una época en la que no existían los ordenadores, internet o la telefonía móvil- esta pequeña nave ha dejado atrás esos planetas y ha proseguido su viaje hasta llegar, contra todo pronóstico, más lejos que ningún otro artefacto creado por el hombre: en la actualidad se encuentra en la frontera exterior del sistema solar, en un lugar llamado la heliopausa, a más de 15 millones de kilómetros al que ni siquiera llega la radiación solar. Y continúa alejándose a una velocidad asombrosa.

Dentro de esa pequeña sonda viajan, sujetos con pernos de titanio, un reproductor y varios discos de oro en los que se han grabado fotos, sonidos, saludos y música de sesenta naciones de la tierra. Precisamente allí, entre Bach y Chuck Berry, viaja una preciosa canción ("Dark Was The Night, Cold Was The Ground") cuyo compositor fue un humilde y desafortunado guitarrista ciego de raza negra nacido en un lugar tan poco recomendable como el Texas de finales del Siglo XIX.

Willie lo tenía todo en contra. Pero su voz grabada hace setenta y cinco años ya ha llegado mucho más allá de Plutón y cuando algún día -incierto pero seguro- una estrella agonizante acabe por borrar nuestro planeta de la faz del universo y con ella cualquier huella de la historia de la raza humana y sus legendarios imperios y, de paso, todo rastro de nuestros innumerables miedos, logros, fracasos, ambiciones y esperanzas, la música de aquel muchacho ciego habrá abandonado el sistema solar y proseguirá su viaje hacia los confines del universo.

Si algo así pudo suceder cualquier cosa es posible.

Bien mirado, hay pocas cosas más alentadoras.

Y quizás más poéticas.

PD. Dedicado a todos los que enfermaron y superaron la enfermedad. Y, muy especialmente, a quienes no pudieron hacerlo y ya no están entre nosotros: me gusta pensar que su voz y su eco también resonarán más allá de la muerte. Y por supuesto, más que a nadie, a ti, Narcisa.


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