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Ya lo conté hace poco: cada noche, justo cuando voy a acostarme, algo cansado ya de escribir, escucho unos pasos que provienen de la terraza.
 
Antes era tímido y procuraba no ser visto. Pero poco a poco ha ido cogiendo confianza y nada más llegar, después de comprobar que estoy solo, asoma la cabeza por la ventana y, comportándose como si yo no existiera, se queda mirando la pantalla del ordenador por encima de mi hombro.

Antes sentía miedo. Pero ahora intuyo que viene de muy lejos, noche tras noche, desde lo más antiguo del bosque, sólo para echar un vistazo a lo que escribo.
 
Si le gusta lo que lee agita los dedos frenéticamente y emite pequeños sonidos guturales. Si le disgusta hace un mohín y por un segundo parece un niño pequeño revestido con la costra de un arbol de invierno.

He notado que detesta la retórica y que si escribo un poema se siente afligido. Piensa que nadie lo leerá. Pero yo le he convencido de que él es mi lector universal y eso casi parece sosegarle un poco.

Ha empezado a dejarme pequeñas notas escritas. Las trae dentro del puño, bien apretadas, en un papelito arrugado y las deposita sobre el teclado disimuladamente. Yo, para no avergonzarle, hago ver que no me doy cuenta. La de ayer decía que la profundidad es peligrosa, porque en ella se ahogan todas las cosas.
 
Imagino que si un día me duermo demasiado pronto él vendrá y se quedará esperando, desamparado, detrás de la ventana.
 
Cuando se va escucho como se apaga lentamente el sonido de sus pisadas.
 
Sólo entonces me abandono al sueño.
 
No tengo la menor idea de quien es.

Pero juraría que en la orilla de sus pupilas no ha dejado de nevar desde hace más de mil noches.

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