En el filo



Hace mucho tiempo dos amigos fueron condenados a muerte, pero se les ofreció la posibilidad de salvar sus vidas si eran capaces de superar una prueba que consistía en atravesar un abismo valiéndose únicamente de una cuerda que lo cruzaba de lado a lado. 

El primero de los amigos inició el recorrido y, después de porfiar durante un buen rato, consiguió alcanzar la otra orilla. Al ver que lo había conseguido, el otro le preguntó a gritos, eh, amigo ¿cómo diablos lo hiciste?

El otro se encogió de hombros y respondió... pues... no se..., supongo que cuando sentía que me caía hacia un lado intentaba inclinarme hacia el otro.

La historia encierra -soy consciente- algo de esa neblina moralizante tan propia de los manuales de autoayuda, esos que tanto sufrimiento han ocasionado a la humanidad. Pero, con todo y con eso, resume muy bien lo que es la vida: un intento -muchas veces infructuoso- de mantenernos en pie frente a las adversidades y las decepciones mientras nos desplazamos por el delgado hilo que separa la cordura de la demencia.

Lo más curioso es que se trata de un viaje en el que no disponemos de mapas, planos ni de cartas de navegación. Un viaje en el que cualquier consejo sirve de poco, porque somos nosotros los que hemos de encontrar nuestro propio camino, nuestra propia forma de autocompensarnos cuando nos inclinamos más de la cuenta, nuestros propios mecanismos para digerir el pasado, aceptar el presente tal y como es y prepararnos para lo que pueda venir, si es que uno puede hacer tal cosa, que lo dudo bastante.

Ojalá el año que viene todos seamos un poco más diestros en el arte de navegar en las cuerdas de la vida. 

Y si puede ser, puestos a pedir, que lo hagamos con una sonrisa, por muy difícil que se presente la coyuntura.


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