Invierno



En mi barrio hay una piscina pública al aire libre, separada de las callejuelas de Cappont por un muro marrón de ladrillo visto, que impide que los días de canícula -que en Lleida son todos los del verano- los jubilados se descalabren escudriñando los no siempre gentiles cuerpos de las rumanas que chapotean embutidas en sus minúsculos trajes de baño de colores fluorescentes. Detrás del muro hay un retal de tierra sin urbanizar en el que aparcan los que no tienen para pagarse un párking y más allá hay pequeño prado de hierba seca y fieros matojos de diente de león cuyas flores blancas flotan como copos de nieve.
 
Al llegar el invierno la piscina recobra un aire de páramo castellano abandonado por las luces de la autovía. El viento, que ha ido arrastrando las hojas secas de los plátanos por las aceras, las amontona en el fondo de la pileta, como si fueran un naúfragos con las manos abiertas. Con la humedad, el olor de la piscina salta por encima de los muros y se irradia, lento y espeso, por la calle hasta confundirse con el de la niebla que ha empezado a desplomarse sobre la ciudad.

Desde hace unas semanas unos operarios municipales están haciendo reparaciones en la piscina y parte del muro ha sido sustituido por unas rejas metálicas con pies de cemento. La semana pasada llovió tanto que la pileta se llenó hasta el borde con un agua cenagosa de color sepia en la que flotaban, resplandecientes y a la deriva, entre otros géneros de ultramarinos y droguería, un envoltorio plástico de salchichas Oscar Mayer, un tampón con su cordoncito blanco de cola de ratón, los restos de un paquete de Cheetos sabor barbacoa y un guante de plástico con el dedo índice amputado.

El viernes pasado me asomé para ver si aquel pequeño océano interior seguía allí y descubrí que un hombre se había colado entre las rejas y se había sentado en medio del césped. Me saludó con una amabilidad algo desconcertante, como si nos conociéramos o como si él supiera que yo iba a asomarme justo en ese momento y hubiera estado esperándome. Al acercarse me asaltó un olor familiar: el de las reses en los días calurosos en el mercado de ganado de Avilés, al que me llevaba mi padre de niño. Pero se expresaba bien, con la inconfundible dicción de un hombre que ha estudiado y una leve vacilación de alcohólico viejo. 
 
Me contó que empezó a beber en la facultad de medicina y que cuando empezó a hacerlo más de la cuenta su novia le obligó a dejarlo. Se casó y tuvo dos niñas. Era feliz. Todo lo que uno puede ser feliz, ya me entiendes, me aclaró sonriendo. Una tarde, después de veinte años sin probar ni un solo trago de alcohol, se le ocurrió que no pasaba nada si mezclaba un poco de coñac con el café, un café con leche de esas máquinas que George Clooney anuncia en televisión. Y ahí empezó todo otra vez. Pero esa vez nadie pudo conseguir que lo dejara. Su mujer le quería con locura pero a veces, cuando se acostaban juntos, él estaba tan borracho que le daba miedo dormirse y acabar vomitando sobre ella.
 
Durante un tiempo asistió a las reuniones de alcohólicos anónimos, pero no soportaba su virulencia evangélica, su lastimosa falta de sentido del humor, la autocomplacencia de algunos colegas y, lo peor de todo, el pegajoso olor a tabaco que le acompañaba de camino a casa, así que acabó dejándolo. Pero ir era una promesa, su última promesa y romperla le hizo sentirse vacío, como si ese último abandono hubiera colmado el vaso y aquella vida le resultara insoportable, así que una mañana salió de casa y nunca regresó.

Nos quedamos en silencio. No sabía que decirle así que le dije lo primero que se me ocurrió.
 
- ¿Y ahora qué?
 
- Ahora nada. Ahora nada de nada. Me respondió sin vacilar, como si se hubiera hecho a sí mismo miles de veces esa pregunta y no hubiera sido capaz de encontrar una respuesta. O como si la única respuesta posible fuera esa.

Me despedí ensayando un gesto que intentaba ser afectuoso o de comprensión. Cuando estaba a punto de irme me cogió por el brazo a través de la reja y añadió algo:

- A veces lo dejo. Tres o cuatro días. Incluso una semana. Pero entonces me doy cuenta de que apenas me acuerdo de cómo era la otra vida, la de antes. Por eso siempre vuelvo a beber: porque es la única forma de olvidar que se me está olvidando.
 

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