Decir puta



Un día lluvioso –cuando yo era niño en Asturias casi todos lo eran- andaba yo corriendo por el patio de acá para allá como una cabra loca y la directora del colegio me cogió del brazo, me detuvo sin leerme mis derechos y me dijo que ya estaba bien y que me quedaba sin recreo durante una semana y que, además, como castigo adicional, tenía que redactar un artículo de prensa como esos que salen en los periódicos, aclaración algo redundante que, no nos engañemos, daba a entender que me consideraba un poquito cretino.

A mí en el fondo el castigo no me pareció mal porque nadie que me conozca se sorprenderá si confieso que correr nunca ha sido lo mío y, además, siempre he preferido el techo cubierto a la intemperie, pero me cuidé de decir nada que pudiera agravar mi condena y acabé escribiendo una redacción bastante larga y llena de adjetivos esdrújulos sobre las prostitutas que silbaban a los pescadores (y a los viandantes en general) en las callejuelas bajas del puerto; redaccion que hube de leer en voz alta delante de la pizarra frente a mis compañeros de fatigas escolares. Ahí, sin sospecharlo siquiera, acabaría siendo objeto de mi primera censura, porque la palabra puta salía en cada línea por lo menos una vez y mi profesora, mirándome con esa expresión entre pesarosa y condescendiente que las maestras de antes reservaban para los casos irredimibles, me dijo que me guardara ese lenguaje para cuando escribiera en un periódico.

Hablando de periódicos, durante muchos años mi referente en la prensa escrita fue el diario El País, del que ya no me sorprende que día sí y día también salgan por piernas muchas de sus mejores firmas, como Enric González, que se despidió con un prudente epitafio (“He escrito estas líneas con vergüenza. Que yo deje un empleo carece de interés”). Las cosas han cambiado mucho y en vez de exclusivas, corresponsales borrachos y guerras con mochilas hoy lo que está de moda son los whatsapps con fotos de concejalas desnudas y los periódicos que, por esas cosas de la crisis y de la caradura, ya no pagan a los becarios pero cuyos consejeros delegados, a fuer de mediocres, nadan en dinero y se construyen casas en pleno dominio público marítimo.

El dinero y el poder –que son la misma cosa- todo lo pueden y han ido barriendo la prensa libre al modo en que los equipos italianos de los setenta practicaban el catenaccio: como si tal cosa. Por eso me gusta recordar las palabras de Indro Montanelli al abandonar Il Giornale en 1994: “Este es el último artículo que aparece con mi firma en el periódico que fundé y que he dirigido durante veinte años. Durante veinte años este ha sido -y mis compañeros de trabajo pueden testimoniarlo- mi pasión, mi orgullo, mi tormento, mi vida. Pero lo que siento a la hora de dejarlo es sólo asunto mío: los tonos patéticos no van conmigo y nada me resulta tan insoportable como el lloriqueo (…) Llegados a este punto no tenía más que una opción. O resignarme a ser el altavoz de Berlusconi o irme”. Algo parecido dijo Paul C. Robertson, editor del Wall Street Journal: “Los medios de comunicación americanos no sirven a la verdad. Sirven al gobierno y los grupos de interés que respaldan al gobierno (…) Cuando la pluma es censurada y puede que sea extinguida, me retiro”.

La sombra de este mal se ha extendido tanto que mucho me temo que, al paso que vamos, pronto ya no se podrá decir puta ni en los periódicos si no lo ordena la superioridad talonario en mano, así que, si no les importa, les recomiendo que sigan pensando por su cuenta mientras puedan y que se ejerciten opinando lo que mejor les parezca según su leal saber y entender, en la confianza, además, de que por poco que acierten en sus juicios no lo harán menos que los cretinos que nos gobiernan, que nunca dan una a derechas ni cuando rectifican y, sin embargo, ahí los tienen a todas horas en los telediarios, la mar de satisfechos, como si acabaran de inventar la receta del arroz con leche o la del pulpo a feira y estuvieran a punto de despachar una ronda para todos.

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