Ecuaciones
Tenía una carita bastante curiosa, como de aparición, pero cuando entraba en clase le sobraba con una mirada de reojo que deslizaba por el filo de sus gafas oscuras para ponernos a todos tiesos y en alerta Defcon 2, cosa que, voy a serles sincero, no sé exactamente lo que significa pero que, tomando como único y brumoso referente la cantidad de películas de submarinos que llevo vistas en estos cuarenta y pico años, debe ser algo con lo que es mejor no hacer bromas.
Yo, como no me gustaban las matemáticas, estaba convencido de que no me caía bien, pero una tarde, pensándolo un poco mejor a la sombra de un abeto del cementerio municipal de Guimarán, llegué a la conclusión -provisional y todavía sujeta a revisión- de que no era porque me desagradase como yo hubiera jurado, sino porque se parecía mucho a la chica que siempre había soñado para mi y aquello, claro, me resultaba profundamente perturbador a una edad en la que la masturbación compulsiva era la única disciplina, por desgracia no olímpica, en la que yo podría haber competido con ciertas garantías de éxito.
En el instituto todo el mundo comentaba que se había divorciado de un compañero de oposiciones que ahora era inspector, pero a mi me daba la impresión de que que ese matrimonio suyo pertenecía a una edad antigua y casi mitológica de su vida, a un pasado del que ni siquiera guardaba recuerdos. Por aquel entonces yo tenía la cabeza llena de pájaros y, lo que es peor, no tenía ni puta idea de nada y por eso me resultaba imposible concebir que ella hubiera tenido un pasado amoroso y mucho menos una vida sexual, pero hoy, a la luz de alguna que otra experiencia de esas que suelen tener lugar a oscuras, tengo la seguridad de que aquella muchacha podría haber dejado para el arrastre a un hombre tres veces más grande que ella.
Volví a verte cinco años más tarde, en una de esas fatigosas reuniones de ex-estudiantes a la que me arrastraron unos cuantos antiguos amigos del instituto. Eso fue lo que yo le dije a todo el mundo, pero la verdad es que cuando me invitaron no me lo pensé ni un minuto porque estaba deseando encontrarme contigo. Y allí estabas, diminuta y hermosa, al fondo de la sala, charlando con dos compañeras a las que me costó recordar, con aquella vocecilla tuya que se deslizaba flotando por el aire como una perdigonada. Supongo que ni siquiera reparaste en mi, aunque yo no te quité los ojos de encima ni un momento.
El caso es que, por mucho que uno lo intente y se esfuerce, hacerse mayor consiste en asumir que hay cosas que uno ya no puede cambiar. Por eso mismo, ahora que, así a ojo, debes andar rondando los sesenta años quizás no sería razonable considerar la posibilidad de ir a buscarte a casa y declararte mi amor, más que nada porque como todavía me das mucho miedo estoy seguro de que no sería capaz de decirte nada, con lo que tú acabarías pensando que soy otra palpable muestra de la decadencia de nuestro sistema educativo y, yo, en justa correspondencia, me vería obligado a morirme de vergüenza allí mismo.
No obstante, en mi infinita cobardía, aprovechando la seguridad que me ofrece este blog, no tengo más remedio que confesarte que estuve enamorado de ti desde el primer día que entraste por aquella puerta y ni corta ni perezosa te arrancaste a dibujar ecuaciones y polinomios en el encerado con tu caligrafía de princesa medieval y que hay que reconocer que, por mucho que odiara las matemáticas (y las odiaba mucho), me pasaba las clases soñando con hacer infinitas horas de recuperación contigo, porque eras arrebatadoramente lista, eras fuerte y eras hermosa y al mirarte yo intuía en tus profundos ojos oscuros perfectos sistemas de ecuaciones en los que todo encajaba sin esfuerzo y en los que no había sitio para el miedo, el vacío, la soledad ni la duda.
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