Locuras



Cuando yo era niño, en mi pueblo había tres locos oficiales: dos hombres y una mujer. El primero era un pelirrojo que vivía enfrente de casa y que, según decía, había combatido en la primera guerra mundial, cosa improbable si consideramos que, aunque no se cortaba el pelo desde hacía unos veinte años, a duras penas llegaba a los sesenta. El segundo era el hijo de la madame del puticlub y le llamábamos el Seat porque lo único que hacía era conducir un coche invisible y hacer ruido de motor con la boca. La loca daba vueltas hablando sola con la cara atiborrada de colorete y algunas noches, sin venir a cuento, soltaba unos alaridos que no parecían de este mundo. Algunos decían que se le había muerto el marido en un accidente y otros que se había trastornado cuando la dejó plantada en el altar un sargento de artillería. 

Desde entonces vengo observando que, en el imaginario popular, la locura masculina está llena de matices y precisiones. Hay hombres que enloquecen por orgullo, porque se obsesionan con el dinero o con el trabajo, por culpa o por tristeza. A los locos de más nivel les persiguen los alienígenas que tratan de arrastrarlos (a saber con qué propósito) a las profundidades de su nave espacial, o, les espía la CIA, que (a saber con qué propósito) intercepta sus anodinas conversaciones con dispositivos de última generación.

Las locuras femeninas, en cambio, son más uniformes. Cambian los nombres de las calles y de los vecinos, pero en todos los pueblos y ciudades, las mujeres, enloquecer lo que se dice enloquecer, sólo enloquecen por amor. Sus historias siempre tienen como eje la pérdida del ser querido, la soledad, un hombre que se va con otra, un hijo que se muere, la distancia, el engaño o el olvido. Enloquecen ellas solas por la ausencia o por la pérdida y nada más: sin conspiraciones, artefactos ni explosiones. 

Esto, por supuesto, es otra forma (una mas) de machismo. El hombre enloquece superado por acontecimientos a los que, aunque lo intenta con todas sus fuerzas, no puede hacer frente y que al final acaban por arrastrarle; en cambio la mujer enloquece por pura inmadurez emocional, por infantilismo y bobería, porque es un verbo transitivo que siempre necesita un complemento directo: un marido, un amante, un hijo o un perro que le ladre. 

Resumiendo: a los locos Alien les persigue para reventarles el vientre con su boca retráctil y meterles dentro un aliencito en fase larvaria; a las locas Alien se las tiró una noche en el asiento trasero de un utilitario, les prometió el oro y el moro y ahora ya no les coge el teléfono. 

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