Madres
La chismosa. Te llama al menos un
par de veces al día para contarte anécdotas sobre gente que no conoces,
discusiones que tuvo con gente que no recuerdas y los pormenores de programas
de la tele que no te interesan o que no puedes ver porque a esa hora estás
trabajando. En general siempre hay pocas novedades: que se peleó con tu hermano otra
vez, que se encontró con un primo segundo en el autobús al que no veía desde
antes de casarse o que a la tía Antonia le salen muy bien los callos pero que cada
día está más chalada.
La sustos. En vez de soltar
largos rollos por teléfono prefiere dejar mensajes o whatsapps lacónicos que te
colocan al borde del accidente cardiovascular: “Tu padre tuvo un accidente, estamos
en el hospital”. Con este infalible mecanismo reclama tu atención a cualquier
hora, acorta la vida de tus arterias coronarias y, además, se permite el lujo
de tranquilizarte cuando la llamas con el corazón en un puño diciéndote que no
es nada, que en realidad tu padre ni se enteró, que tenían programada la visita
hace una semana. Lo peor de todo es que, acostumbrado a su exageración puede ocurrir que cuando te avise de que tu padre se ha muerto tu no llames
hasta tres días después, convencido de que exageraba como siempre.
La fatalista. Es la que piensa el
teléfono se inventó para corroborar que no estás muerto. Si ve en la televisión
que hubo un robo en Cataluña, que se descarriló un tren en Segovia o que el
Antártico amenaza con derretirse, te llama para confirmar que estás bien. Si no
contestas es peor, porque imagina que estás al borde de la muerte en algún
hospital. Y si contestas no hay garantías: quizás te haya pasado algo pero con
el shock es posible que aún no te hayas dado cuenta.
La que no tiene nada que hacer. Te
llama a primera hora a la oficina y te pregunta si estás viendo cómo llueve,
más tarde para contarte lo que acaba de comprarle al panadero, al medio día te relata el menú y por la noche te llama simplemente “para hablar”,
mientras tu luchas por no herir sus sentimientos y por conseguir que no te
despidan, amenaza que empezó a cobrar forma el día en que ella se compró un
teléfono móvil.
La nostálgica. Es la que te
cuenta que hoy es el cumpleaños de la tía Antonia (a la que no ves desde que
tenías diez años), que mañana es el aniversario de la muerte del abuelo, o que
encontró una foto de cuando eras pequeño y se puso a llorar. También le gusta
contarte anécdotas te dejan hecho una piltrafa, como que se encontró con los
padres de tu ex novia y que no pudo evitar quedarse pensando que si no la
hubieras dejado ahora serías mucho más feliz, porque está guapísima y gana un montón de dinero.
La quejica. Aparentemente te
llama para ver cómo estás, pero en realidad sólo quiere contarte sus cuitas.
Todo empieza cuándo te pregunta cómo estás y, sin que hayas llegado a balbucear
el inicio de una respuesta, empieza a contarte que está muy disgustada con papá, las
vecinas, el tiempo, la vida, la economía y a saber qué más. Cuando la conversación
acaba ella se desahogó por completo y tú
tienes que tomarte un Almax.
La mía. La mía llamar, lo que se dice llamar, no me llama. Casi
siempre la llamo yo (casi siempre significa una vez al mes o algo menos) pero nunca se muy
bien qué decirle. El asunto, por lo común, viene a ser como si me encontrara cada
día con Predator o con Sauron en el portal: a pesar de la
familiaridad dudo que me resultara fácil conducir la conversación. Hablamos un
rato sobre el tiempo, hasta que yo tengo la sensación de que hemos sido
poseídos por Paco Montesdeoca o Florenci Rey
y, luego, ya con más dificultad, como si en vez de conversar
estuviéramos cavando una zanja, de asuntos personales más bien superficiales.
Si hay alguna enfermedad reciente o en curso los dos nos ponemos contentos,
porque ese es un terreno en el que nos movemos con cierta soltura: uno
consuela al otro y le dice que no es nada; pero fuera de ahí es como si todo el
rato deambuláramos a ciegas al borde de un precipicio o sobre un campo repleto de minas. Lo
único bueno de llamarla es que el asunto nunca dura mucho y que además, cuando acabas,
te sientes igual de bien que después de una
endodoncia, sólo que aquí la operación nunca incluye anestesia.
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