Vecinos


En el último mes y medio mis vecinos del piso de abajo han dado en la fea costumbre de discutir a gritos a la hora de la siesta. Para que se hagan una idea la alineación inicial de la familia en cuestión, esa que ahora es la causa de mis desvelos, está compuesta por:

a) El padre, de 1,48 de altura y camisa abierta hasta la cintura por la que asoma una barroca pelambrera esteparia, parece un desecho de tienta de las rebajas de Mordor. Lleva un palillo en la boca y por el irisado color marrón de sus abundantes incrustaciones me da que no lo repone tanto como sería conveniente. Si coincides con el en el ascensor mira hacia el suelo o hacia el techo o ambas cosas a la vez con cada uno de sus ojos, asombrosa habilidad que quizás le hubiera granjeado cierto éxito en las ferias ambulantes de monstruos que recorrían el medio oeste durante la gran depresión americana.

b) El hijo, de unos veinte años, es una versión 2.0 del padre que a cierta distancia ofrece algunas mejoras respecto a la anterior pero cuyas prestaciones decepcionan cuando se comprueba que su discutible atuendo es el resultado de combinar una mochila zarrapastrosa, una camisa adobada de lamparones de chorizo no necesariamente ibérico y calcetines blancos con pantalón negro. Huele fatal: si se sube al ascensor y tú lo haces sin respetar el necesario periodo de cuarentena los ojos te pican durante media hora. Parece enfadado con algo difuso que bien podría ser el universo, la existencia o el ser ontológico. Al menos saluda o eso parece, porque aunque el muchacho le pone voluntad, apenas se entiende un carajo de lo que dice.

c) La hija tiene una edad imposible de calcular y es... rarita de la muerte. Cada día se tira como media hora en el portal del edificio buscando la llave. Si tú llegas y le abres la puerta te dice que no, que no entra, y sigue rebuscando en su bolso. Se nota a la legua que es la más limitada de la familia y eso, tratándose de la familia que nos ocupa, es un logro que merece ser subrayado. Físicamente es algo paradójica: el punto más alto de su anatomía está situado en el centro de su espalda con una inclinación axial de unos treinta grados a la izquierda que la dota de una inquietante asimetría. Desconoce incluso los rudimentos más elementales de la conversación y el saludo es algo de lo que no parece poseer noción alguna.

d) La madre, a primera vista, parece la más sensata de la familia. Y a la vez, como no podía ser de otra forma, es obvio que está completamente chiflada. Es pequeñaja y, aunque también resulta complicada de mirar, resulta algo menos desagradable que el imbécil de su marido. Para compensar, si te descuidas te hace preguntas que destilan surrealismo: un día quería saber si me duchaba sólo o en compañía de alguien y otro se asombró mucho al enterarse de que mis dos zapatos eran, efectivamente, del mismo número. 

Las disputas suelen empezar con el hijo retando al padre. Entonces éste le insulta por lo bajini (creo que le llama inútil y vago) y amenaza con hostiarle. El hijo, a su vez, le replica que no tiene cojones y que lo haga, que se atreva a pegarle y, ya puestos, le obsequia con un abanico de adjetivos descalificativos que al principio hasta sorprende por su rotundidad pero que pronto acaba resultando demasiado repetitivo. Cuando la cosa empieza a caldearse la madre mete baza insultando a uno de los dos (juraría que al padre, pero no estoy seguro) con una gentil vocecilla que evoca de forma inequívoca el estertor final de una rata aplastada por la rueda de un tractor Masey Ferguson. A esas alturas empieza a resultar difícil seguir el hilo de la disputa, porque las voces se entreveran y se confunden, pero para entonces a mi ya me han fastidiado la siesta, porque si hay algo que odio (aparte de a Mourinho) es que la gente discuta. No lo soporto.

Las voces de todos estos mequetrefes ascienden por las cañerías del baño por un curioso fenómeno de refracción sonora. No es que se escuche muy alto, ni que se peleen muy a menudo (una o dos veces por semana) pero el asunto, la verdad, me saca bastante de quicio, así que estoy considerando la posibilidad de bajar al piso de abajo y meterles dos tortas a cada uno, que es lo que me pide el cuerpo cada vez con más insistencia, o, alternativamente, aconsejarles que, por el bien de todos, se maten de una buena vez para que los demás podamos tener la siesta en paz.

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