Luces azules en tus ojos


Hubo un tiempo en el que en el aeropuerto de Asturias podías quedarte mirando como los aviones de Iberia y Aviaco despegaban al otro lado de los cristales de la única puerta de embarque, tan cerca como si lo hicieran desde el salón de tu casa. Además, al anochecer, si le echabas un poco de cara al asunto y hacías caso omiso de la señal de "No traspassing", redactada a saber por qué extraña razón en inglés -lengua esta que, pese a la perserverancia de varias generaciones de profesores siempre ha resultado tan inextricable como el hebreo antiguo para el asturiano medio-, podías llegar en coche hasta el camino que circunvalaba la pista de aterrizaje y después de esperar un buen rato -porque aquel aeropuerto no era precisamente el de Heathrow en lo que a volumen de tráfico se refiere-, los aviones acababan despegando a unos palmos de tu cabeza, en medio de un rugido que hacía que el coche se bamboleara como si estuviera dentro del vórtice de un tornado. Una vez nos paró (es un decir porque llevábamos un buen rato parados) la Guardia Civil. Los dos agentes nos dejaron bien claro que no podíamos estar allí y amagaron con informar a nuestras familias. Lo lógico, en una tesitura como esa, hubiera sido considerar la posibilidad de que si tu padre se llegaba a enterar de nuestras peripecias a mi me iban a caer dos hostias por poner tu vida en peligro (es un decir), pero la verdad es que, con la inconsciencia propia de mis escasos diecinueve años eso no me importaba ni mucho ni poco ni nada. Además mirarte era todo un espectáculo: había algo en la forma en la que aquellas luces azules se reflejaban en tus ojos y en tu forma de sonreír cuando el ruido de los motores amenazaba con dejarnos sordos, que hacía que uno se olvidara de la Guardia Civil, de tu padre y hasta del hábito de respirar. Al final nos pidieron el carnet, nos regañaron un poco y nos dijeron que nos fuéramos, pero para cuando nos dejaron libres, por esas cosas de la vida que tienen difícil explicación y peor remedio, a base de mirarte sin parar yo ya había dejado de serlo del todo por tu culpa, pequeño demonio de pelo color trigo y ojos erizados de relámpagos. 


Mis influencias como científico

Mi abuelo era un filósofo cuya obra
se resume en un tomo que consta
apenas del título: Oír, ver y callar.
Mi abuela era escultora barroca.
Su obra más importante
fue el salón de su casa
al que sólo entraban las visitas.
En aquella época
yo era un científico loco.
Un día mezclé todos los botes del Cheminova
e inventé un mejunje que no dejaba de crecer
ni arrojándolo por la taza del váter.
Mi abuelo sigue siendo mi filósofo favorito
y no he visto obra barroca que supere
al salón de mi abuela;
además, dentro de mí
algo que viene de entonces
crece y crece, sin medida.


Un magnífico poema de Martín López Vega

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