Mi abuela



Mi abuela María de las Nieves, que era atea, algo bruja, medio analfabeta y más lista que el hambre se sabía de memoria el nombre de las constelaciones y el de los árboles y el de las raíces que curan el catarro y la anemia, cocinaba frisuelos y arroz con leche y gastaba una lengua tan afilada que podía cortar una plancha de acero de diez milímetros sin despeinar ni un mechón de su pelillo ralo y canoso. Una noche de noviembre llegaron las lluvias y el agua comenzó a caer gota a gota y a despeñarse valle abajo y ya no dejó de hacerlo durante tres semanas, así que mi abuela decidió que ya era hora de ir muriéndose, y así, sin más ni más, sin encomendarse a nadie, se desvistió, doblo la ropa con cuidado y la dejó en una silla baja de madera, se puso el camisón, me llamó para que le hiciera compañía, se acostó y ya no se volvió a levantar, así que me quedé allí, sentado al pie de la cama, durante tres días y tres noches a lo largo de los cuales ella se fue disolviendo poco a poco hasta volverse casi transparente, tanto que mi madre decía que parecía un fantasma, cosa que yo se que a mi abuela le habría encantado porque así, de fantasma, podría aparecerse por las noches para hacer que se cagaran de miedo las beatas del pueblo, todas esas que, aunque no se atrevían a decírselo a la cara, no le perdonaban que durante los años que mi abuelo estuvo en Cuba haciendo fortuna (es un decir, porque al regresar sólo trajo una maleta con cuatro fotos y un par de chaquetas arrugadas) ella hubiera tenido una hija ilegítima y, por cierto, muy guapa, que se llamaba María Luisa y que por esas casualidades de la vida, resulta ser nada más y nada menos que mi madre. 

Comentarios