Una piedra en el camino



Se llamaba Nacho, tenía diez años más que yo y éramos amigos desde que una mañana se empeñó en llevarme en su coche a Gijón para que no tuviera que esperar el autobús, muy al estilo asturiano de hacer los favores sin contar demasiado con el prójimo, tanto que todavía no se si aquel viaje fue un favor o un secuestro. Era muy buen tipo, una buen tipo que, por lo demás, no se dedicaba a nada en particular ni a nada en general: subsistía, al parecer, con los restos de la pensión de su abuela que le habían permitido acumular el capital suficiente como para adquirir un Ford Escort que habría de ser su inseparable compañero durante los treinta años siguientes. 

Tenía una mata de pelo que a más de treinta metros lo hacía indistinguible de un oso pardo, un reloj de latón gigante que así a ojo debía pesar ochocientos gramos y una risa tan impresionante como el rugido de los cuatro motores Rolls-Royce Trent de un Airbus A380 en pleno despegue. Un día, al acabar el verano, yo estaba de vacaciones en Asturias y me lo tropecé en un bar de Gijón. Tuve la impresión de que parecía algo apagado, menos alegre de lo que recordaba, pero no tuve que esforzarme para salir de dudas, ya que enseguida empezó a contarme que se había enamorado de una viuda de Avilés y que después de casi un año de relación que había sido el más feliz de su vida ella le había dejado por teléfono cuando menos se lo esperaba. "Sólo me dijo que no le apetecía volver a verme, y ya está. Así, sin más". 

Supongo que recurrí a los caritativos e inútiles tópicos de barra de bar que son inevitables en casos como este -olvídala, pasa página, un clavo saca otro clavo-. Cuando acabó de desahogarse me preguntó como me iba la vida la vida en mi destierro catalán, charlamos un rato más y nos despedimos cordialmente. Entonces, cuando ya me iba, me agarró del brazo y me dijo que no, que no podía olvidarla de ninguna manera porque lo había pasado muy mal, tan mal como nunca en toda su vida y que por eso mismo intentaba recordarla por los medios porque, ¿sabes? 

... de todas las mujeres que he conocido no era ni de lejos la más guapa ni la más lista ni la que mejor follaba y sin embargo, con lo que tenía se bastó y se sobró para joderme bien la vida, así que tengo que concentrarme, recordar cómo era hasta en los detalles más pequeños y tenerlos muy en cuenta para no volver a meter la pata si algún día me encuentro con otra parecida. Ya sabes, no hay que perder de vista al enemigo, añadió sonriendo mientras me despedía con su enorme mano abierta.

Me pareció una reflexión extraña, a medio camino entre el desvarío y la lucidez -acaso genial y estúpida a partes iguales- y supongo que es por eso que tantos años después aún la recuerdo y la transcribo aquí, en este lugar al que vienen a parar, como en la playa de mi infancia en los días posteriores a las grandes tormentas, trozos de la armadura de algún barco de pesca y manojos de algas procedentes del lejano mar de los sargazos. 


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