Una habitación sin vistas


 
Todos tenemos un modo de hacer las cosas al que nos adherimos por costumbre, por pura inercia o porque no damos para mas. Lo llamamos así, modo o método, para no tener que admitir de que se trata en realidad: de una manía que, como tantas otras, siempre tratamos de justificar con cualquier pretexto, como si en vez de ser lo que es, un ritual arbitrario y carente de sentido, hubiera en nuestros actos alguna lógica subyacente y explicativa, una lógica que, si se fijan, acostumbra a resultar invisible para todos salvo, claro, para nosotros mismos.

Yo, por ejemplo (perdonen que me cite pero tienen que entender que soy lo que tengo más a mano), para saber si un libro es legible o un intento de estafa bien encuadernado leo al azar tres o cuatro frases o un par de poemas y es así como averiguo si lo que allí mora es un orgasmo vertiginoso con amago de pérdida de conciencia o una mera exhibición de fuegos artificiales de circo en suspensión de pagos y payasos en expediente de regulación de empleo.

Con esa sencilla técnica de cata/prueba intento esquivar grandes obras de la literatura construidas con frases de juzgado de guardia y solemnes y profundos poemas que merecerían el fusilamiento sumarísimo de su autor y de vez en cuando descubro pequeñas joyas literarias que valen un potosí, de esas que nos aguardan en el lugar más insospechado de una estantería cualquiera en una vieja librería a punto de cerrar por culpa, a partes iguales, de la devastadora eficiencia logística de Amazon y del sorprendente desconocimiento del significado de la palabra marketing que aqueja a casi todos los libreros del mundo.

Bien pensado es lástima que en el amor no haya forma de aplicar una técnica análoga (si por casual alguno de ustedes la conoce estaría encantado y hasta dispuesto a gratificarle de forma generosa si fuera tan amable de hacerme saber sus pormenores), porque con eso nos evitaríamos bastantes sinsabores, no pocos pesares y alguna que otra noche de insomnio. Y no querido amigo, lo de acostarse con ella un fin de semana y bloquearla en el whatsapp el lunes por la mañana para que no vuelva a molestarte no puede considerarse un procedimiento análogo, así que no te esfuerces en soltarme el rollo, que a estas alturas de la película todos sabemos de qué pie cojea cada uno.

A lo que me refiero, amables lectores, es a que no queda más remedio que reconocer que cada relación amorosa que emprendemos es como un viaje sin brújula ni cartas de navegación en busca de las Indias Orientales, como un melón del que apenas sabemos nada antes de abrirlo: sólo hay unas cuantas líneas amarillas que corretean por un paisaje verdoso, algunas arrugas aquí y allá y muy poco más que pueda indicarnos si su sabor será dulce o si la cosa derivará más pronto que tarde en amarguras, peleas y custodias compartidas. Y es que en esto del amor, aunque nos cueste reconocerlo (quizás porque hacerlo significa aceptar el papel que el azar juega en nuestras vidas y eso nos produce vértigo) por mucho que tratemos de asomar la cabeza para escudriñar el paisaje y adivinar el tiempo que hará el fin de semana que viene, todas las ventanas dan siempre a un altísimo muro de ladrillos.

 

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