Arrodíllate ante mi osito de peluche!
Los seres humanos somos criaturas frágiles. Podemos morir de casi cualquier cosa que uno pueda imaginar (atragantados con un trozo de pollo, envenenados por una seta de campo, atropellados por un torero borracho o asesinados por nuestras propias células en estado de rebeldía) pero, a cambio, estamos dotados de una máquina prodigiosa, nuestro cerebro, que, desde un espacio físico limitado, en un momento del tiempo preciso (y efímero) y a través de esa maravilla que es el lenguaje, es capaz de reflexionar sobre la eternidad y de interrogarse acerca del sentido de nuestra propia existencia.
La naturaleza no puede pensarse a si misma. Un gato no se plantea porqué existe el universo. Nosotros si. Y es justo eso, esa curiosidad innata e impertinente que nos hace ir siempre un poco más allá y que nos empuja a descubrir cuál es el sentido de todo esto que vemos, tocamos y olemos, la que nos coloca al borde de un fatal error que consiste en aceptar como una verdad revelada e incuestionable que en alguna parte, escondido entre las nubes, hay un hacedor universal que reparte las cartas y tiene todas las respuestas.
Para cualquier observador imparcial resulta evidente que ese dios -cualquier dios- no es otra cosa que una criatura dibujada a imagen y semejanza de nosotros mismos y, por tanto, con nuestros mismos vicios y defectos. Por desgracia, hay mucha gente que no sólo no es capaz de verlo sino que, como un recipiente vacío, está dispuesta a someterse devotamente, desde sus entrañas y los más hondo de sus vísceras, a un misticismo que repugna a la lógica más elemental.
Pero eso no es todo. Los creyentes no se conforman con ponerse al servicio de seres imaginarios sino que, en lugar de avergonzarse de ello y ocultar al resto del mundo tan inquietante inclinación, aspiran a que todos los demás compartamos, por la fuerza si es preciso, sus delirios metafísicos. Y, por supuesto, nos exigen respeto por sus ensoñaciones y nos amenazan si osamos cuestionarlas, aunque sólo sea con el leve filo de la ironía o el humor, ignorando que, en realidad, nadie puede ridiculizar algo como la fe religiosa que, se mire como se mire, ya resulta ridícula por si misma.
En realidad no les culpo por eso último porque tienen razón: la ironía y el humor resultan corrosivos para la religión, porque revelan una verdad que muchos se niegan obstinadamente a aceptar: que los dioses son bucles lógicos, errores de procesamiento de la información, excrecencias de un sistema complejo, el cerebro humano, que es capaz de asomarse al abismo de la existencia pero que, ante el vértigo que ello produce, cae una y otra vez -en todas las culturas, en todas las épocas- en la tentación de construir una red de seguridad trascendental.
Somos capaces de hacer preguntas que cuestionan nuestra propia existencia y la del universo que habitamos y con el vértigo que esas preguntas nos producen fabricamos dioses para consolarnos y poder dormir por las noches, al modo en que los niños pequeños se aferran a su osito de peluche favorito para conciliar el sueño. Por suerte, los niños no tratan de sacarle los ojos a nadie blandiendo sus peluches ni exigen que todo el mundo les profese adoración.
PD. La ilustración trata de que el ser humano se alce sobre si mismo y de que, valiéndose de su capacidad para razonar, se libere progresivamente de sus ataduras. Todas las religiones del mundo tienen, en cambio, una pretensión más modesta: sólo le piden al hombre que se arrodille.
Comentarios
Publicar un comentario
¿Algún comentario?