Hacer cosas


Una vez una amiga me contó que su novio (ahora ya marido) era estupendo porque, entre otras virtudes, era un tío la mar de activo: según parece siempre andaba maquinando actividades para el tiempo libre, no soportaba estar sentado en el sofá y los domingos no perdía ocasión de subir montañas, arrojarse por desfiladeros y vadear torrentes, cosa que la había obligado a ella a comprarse unas botas de montaña que, la verdad, nunca habían figurado ni por casualidad en su fondo de armario. 

Lo decía con los ojos muy abiertos y esa admiración algo tontorrona con la que las mujeres enamoradas se refieren al objeto de su amor y yo, como no podía ser de otra forma, mientras la escuchaba sonreía y asentía de forma rítmica, absorto en la idea de que la naturaleza es capaz de dar a luz toda suerte de maravillas y conmovido por el hecho de que no podía imaginar nada que me resultara más agotador e insufrible que un individuo así. 

Y es que, no nos engañemos, yo he sido siempre mucho de no dar un palo al agua y mucho más de pensar que de doblar el lomo y escalar cordilleras. Ocurre, sin embargo, que, salvo que tengas la dicha de nacer infanta o dispongas del carnet de un partido político no es probable que encuentres nadie dispuesto a abonarte un sueldo a cambio de no hacer nada, así que me he resignado a trabajar como quien acepta una maldición bíblica: con sobriedad y sin entusiasmo.

Mi aproximación al hecho laboral consiste en hacerlo lo mejor posible (para que nadie te reproche nada y para no tener que desandar lo andado) y en hacerlo lo antes que pueda (porque cuanto antes acabes antes descansas). A primera vista esa actitud resulta engañosa porque puede confundirse con la laboriosidad, pero se trata sólo de un mecanismo de supervivencia, de una estrategia adaptativa con la que afronto la inexorabilidad de esa plaga llamada trabajo que me acecha cada lunes a las ocho de la mañana.

Por lo demás procuro desgastar poco la cabeza y, aún así, lo hago mucho más de lo que debería. En esto tengo mucho margen de mejora y me gustaría ser capaz de ir dejándola en blanco hasta que no me afectara casi nada de lo que ocurre en el mundo exterior, y alcanzar así ese refinado estatus que las tribus indias reservan para algunos de sus miembros, esas criaturas del señor a los que los demás llaman locos porque su reino ya no es -o quizás nunca fue- de este mundo. 

Reconocer esto resulta hoy poco menos que suicida porque hemos alcanzado un deplorable estado de cosas en el que todo el mundo se queja constantemente de lo mucho que trabaja (olvidando el hecho de que quejarse, salvo cuando te acaba de atropellar un tren, es de mala educación); una sociedad febril y caótica en la que tratar de no hacer nada y, lo que es peor, conseguirlo de vez en cuando, resulta sospechosísimo y hasta culpable, como traficar con drogas o pegarle con un calcetín sucio a tu suegra. Aquejados por el síndrome del hamster todos nos esforzamos en hacer cosas y más cosas o aparentar que las hacemos, como si con eso bastara para escapar de la rueda, como si a base de hacer y deshacer estuviéramos más cerca de alguna salida, de alguna verdad (aunque sea provisional) o de vivir un poco mejor y ser más felices.

Naturalmente, no es así, pero quien puede darse cuenta estando tan ocupado...



PD. Si alguna vez soy visto, por poner un ejemplo, haciendo el mal llamado Camino de Santiago a pie por las tórridas llanuras de la estepa castellana, durmiendo en albergues de mala muerte y comiendo a deshora lo que el azar del camino me provea, mis familiares y amigos sabrán que ha llegado el momento de promover sin más dilación mi internamento psiquiátrico. Y así lo dejo por escrito, para que conste.


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