Elogio de la quietud




Sólo quienes están acostumbrados a perder el tiempo saben que algunas veces la luz de la luna resbala por las calles como un niño caprichoso que se entretiene dibujando sombras con sus dedos de tiza sobre las viejas paredes de adobe. La tierra mece en silencio a los que duermen y la lechuza atraviesa gritando el mar de campos abiertos, por encima de los raídos árboles del plantío, de los que el viento del norte pronto dejará de apiadarse una noche de final de septiembre.

En esas ocasiones me gusta quedarme ahí, a oscuras, en medio de ninguna parte, contemplando las estrellas y si lo hago durante suficiente tiempo llega un momento en el que juraría que soy feliz, atrapado en esa abrumadora sensación de quietud en la que todo lo demás me resulta ajeno y distante, en la lenta indolencia de esos viajes interiores que no conducen a ninguna parte, como si el firmamento que me mira desde lo alto me recordara aquel sabio aforismo de Pascal que nos recuerda que toda la infelicidad de los hombres proviene de una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación, aunque esa habitación sea infinita como la noche y esté repleta de estrellas. 



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