Cosas que pasan



Hay veces, algunas veces, en la que te apetece arrancarte las venas, atarlas a la baranda de un puente, apretártelas alrededor del cuello y arrojarte al vacío para diversión de los mozalbetes que van al colegio en autobús, a los que, por cierto, estas cosas ya no les impresionan ni poco ni mucho ni nada porque gracias a los videojuegos están acostumbradísimos a liquidar a tiros a sus semejantes (ancianas y zombis incluidos).

El amor tiene esas cosas. Yo, sin ir más lejos, por amor (o lo que fuere) me tragué una vez una película de ciento cuarenta minutos llamada La Memoria de Ulises y perpetrada por un tal Theo Angelopoulos al que dios tenga en su gloria, a ser posible, más pronto que tarde. Dicen los seguidores del tal Angelopoulos (que tiene nombre de escolta anotador) que se trata de su mejor obra, cosa que inevitablemente me hace pensar, por este orden: (1) madre del amor hermoso, como deben ser las otras, (2) desde luego si este tío tiene seguidores es que efectivamente hay gente para todo.

La película discurría en completo silencio durante los primeros 50 minutos (igual fue algo menos, pero a mi me parecieron seis o siete horas). Como además acción, lo que se dice acción, no había, el personal que asistía a aquella sesión vespertina en los cines Verdi del barrio de Gracia de Barcelona se había ido quedando dormido aprovechando la oscuridad y el amable regazo de las butacas. Sucedió, sin embargo, que en el minuto 50 una anciana, sin venir a cuento, apareció en primer plano en la pantalla y lanzó un berrido de unos 140 decibelios que provocó colapsos cardiacos en los espectadores que hacía un buen rato que roncaban, en lo que fue, sin duda y por motivos extracinematográficos, la parte más divertida de la película. 

Sin embargo, por esos azares de la vida, La mirada de Ulises, que, por si no ha quedado claro, era una porquería, gano el Premio del Jurado de Cannes de 1995 y yo, en cambio, me quedé a dos velas porque a mi novia de entonces la película le pareció fascinante y yo, en lugar de replegarme tácticamente y hacer valer mi elocuencia/verborrea, cosa que con cierta facilidad podría haberme sacado del atolladero (se trata, sin duda, de una obra compleja, de una mirada singular que se proyecta y reverbera sobre las sombras de nuestra existencia, de una película que cuestiona el banal devenir de la fracasada civilización contemporánea), no tuve inconveniente en expresar con mi opinión acerca de lo que, en un arrebato más de estupidez que de sinceridad, califiqué, con fino estilo crítico, como una reverendísima mierda sólo apta para individuos con severos déficits cognitivos. 

Huelga decir que esa noche no follé. Moraleja? Si a estas alturas se creen que yo expendo ese género de mercancía es que por alguna extraña razón me confunden con Pablo Coelho, el máximo representante de la filosofía para horas muertas en los transportes públicos, ese sujeto que suelta frases ideales de perfil de whatsapp como si las cagara cual conejo harto de cereales. En fin, que no, que no hay moraleja y si alguno de ustedes ha alcanzado alguna por su cuenta y riesgo, aunque sea provisional y precaria, ruego me la haga llegar a cobro revertido porque entre más viejo me hago (y eso es algo que, por desgracia, sucede a cada instante) menos sé de la vida, menos certezas tengo y más desorientado me hallo.

PD. Hubo un tiempo -pobre de mi- en que creí que la sabiduría se alcanza cuando uno llegaba a saberlo todo o casi todo. Ahora intuyo que se trata de algo muy distinto: de ser capaz de desprenderse de todo, de no juzgar, de cuestionar tus propias certezas, de asumir tu responsabilidad en aquello que te ocurre y, sobre todo, de vivir sin miedo, porque de todas las mercancías peligrosas que maneja nuestro cerebro es esa precisamente, el miedo, nuestra mayor causa de infelicidad.


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