Gracias Leo
De niño llegué a convencerme de que mi rendimiento escolar era inversamente proporcional a los resultados del Barsa: yo siempre sacaba buenas notas, mientras que mi muy querido F.C. Barcelona, no daba una a derechas ni por equivocación. El Real Madrid era una máquina de acumular títulos y nosotros, en el colmo de los desastres, llegamos a perder una final de la Copa de Europa celebrada en Sevilla, nada menos que contra el poderosísimo (es un decir) Steaua de Bucarest.
La cosa la empezó a cambiar Johan Cruyff, que se sacó de la chistera una nueva forma de jugar que, con las adaptaciones de Guardiola y los entrenadores que le sucedieron, fue dotando de una personalidad futbolística singular a un equipo que, en realidad, nunca la había tenido. Y cambio del todo, de forma irreversible, de la mano (o del pie izquierdo, mejor dicho) de un diminuto chavalín de Rosario, leproso de vocación (hincha de Newell's Old Boys), al que todos conocen con el nombre de Lionel Messi.
Alguna vez he dicho que -fuera de mi círculo de familia y amigos- Leo Messi es la persona que más alegrías me ha dado en la vida. Semejante afirmación es, en realidad, inexacta y casi fraudulenta porque si he de atenerme a los hechos no puedo sino reconocer que Messi me ha dado muchas más alegrías y muchos menos disgustos que gran parte de mis familiares y amigos, así que aprovecho esta ocasión para rectificarla y dejar constancia de ello por escrito.
Cuando era un mozalbete que pateaba botes y otros objetos diversos en pantalón corto soñaba con tener superpoderes que un día no muy lejano me permitirían someter a los malos y reestablecer el orden y el bien. Luego, al crecer, uno se da cuenta de que además de no tener superpoderes ni nada que se le parezca, el mal parece gozar de una salud a prueba de bombas.
Por eso que Messi juege en tu equipo constituye una especie de regreso a lo mejor de la infancia: de pronto entre los tuyos hay alguien capaz de de doblar la realidad y acomodarla a su antojo, un mago, un hacedor de prodigios, alguien que nunca te fallará cuando lo necesites, alguien que hará que la moneda siempre caiga de tu lado.
A estas alturas los no aficionados al fútbol creerán que me he vuelto majara. Y entiendo que lo piensen así: en lo que que atañe al fútbol son como niños chicos que no saben nada de nada, así que sus opiniones al respecto tienen el mismo valor que las mías en materia de opera barroca: son, por supuesto, legítimas pero completamente carentes de fundamento.
Messi es, por supuesto y sin ningún genero de dudas, un genio. Y cuando un día aciago y temible que (ay) está por llegar, por fin se retire los barcelonistas, abrigados hasta las orejas, aullaremos en silencio por las avenidas y e invernaremos resignados frente a la televisión de un bar cualquiera, abatidos por el dolor de volver a ser mortales después de una década en la que tuvimos la fortuna de olvidar que lo éramos y desolados por tener que abandonar para siempre a aquel niño ensimismado que volvimos a ser de la mano de Leo Messi, aquel niño que durante noventa minutos disfrutaba, feliz e invencible, del mejor jugador de fútbol que nunca haya gambeteado sobre los innumerables potreros de la faz de la tierra.
Gracias por todo Leo.
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