La forma en que la vida hace bromas


Desde niño, cuando todavía pasabas el rato jugando con las sombras alargadas de los árboles, fuiste adiestrado en la disciplina del cálculo y en el temor reverencial al riesgo, así que cada vez que nos encontramos no tardas en confesarme que andas alumbrando miedos secretos y recelos de nueva factura, tanteando el terreno para no equivocarte, siempre con cuidado de no errar el tiro, de no salir perdiendo, de que, en fin, no te la den con queso. 

Sucede, sin embargo, que un día descubrirás que en eso y en algunas otras cosas no te dijeron toda la verdad, porque cuando llegue el momento toda esa cautela y toda esa precaución no te servirán de nada y es que, querido amigo, aunque alcances a dar los tres pasos convenidos sobre el trampolín, te eleves ejecutando con exactitud cada uno de esos giros que has entrenado tantas veces y realices a la perfección cada movimiento, al aterrizar en el agua te habrás desviado unos cuantos grados sobre el eje vertical y esa pequeña desviación, casi imperceptible, te llevará a un lugar que no era el que tú querías ni el que habías previsto. 

Cuando eso ocurra juraras y perjurarás que no volverá a suceder. Lo que tampoco te dijeron es que sí volverá a suceder y además -esto es lo peor y lo que produce más vértigo- en más de una de esas caídas tendrás la ocasión de comprobar que en realidad nunca hubo agua en la piscina. 

Y es que la única regla de la vida es que nada, nunca, jamás (y lo digo siendo consciente de que nunca y jamás son palabras que no deben malgastarse) acaba siendo lo que parecía ni lo que tú creías que sería ni lo que te gustaría que fuera, sino otra cosa distinta, mucho mejor o mucho peor, más triste o más alegre; más aburrida o más delirante; algo, lo que sea, que, en cualquier caso, invariablemente, se parecerá muy poco a lo que tenías en la cabeza en el instante en que te disponías a saltar al vacío.

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