Una confesión
Los tímidos nunca somos tan
sinceros como cuando nos enfrentamos a la página en blanco. Allí, en el
silencio de la noche o entre los gritos de la vecina de arriba que vuelve a discutir con su novio, aparecen, recién llegados de la última habitación al fondo del
pasillo, los recuerdos que gotean por las tuberías que nunca llegamos a arreglar, las dudas y los miedos, el tránsito de tu pequeño cuerpo ansioso, viejas miserias y antiguos mapas, algunos
asombros y un puñado de certezas que, si tienes la fortuna de vivir lo suficiente, muy pronto serán desolladas hasta el espinazo.
Escribir no es más que comprimir
todo ese material, exprimirlo, destriparlo, desmenuzarlo y barajarlo con la
pretenciosa esperanza de proyectar una sombra que pueda ser la sombra de cualquiera, incluso la de un extranjero que no habla tu lengua y que, sin embargo, trae noticias de ti; una sombra que vuele alto y que, a la vez, sea capaz de mantenerte cosido a esta existencia
mientras tratas de recordar quien eres y cómo has llegado hasta aquí, a este lugar marginal y fronterizo en el que muy pronto, otra vez, nada sobrevivirá a la espada plateada del amanecer y a la hermosura efímera del fuego.
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