El pasado se fue y no volverá



La memoria es un instrumento muy dado a los excesos melodramáticos y a jugar con la ficción y la realidad como un niño que fabrica una pelota mezclando plastilina de varios colores. Cuando le parece oportuno nos susurra al oído mentiras convenientes y nosotros, que estamos ansiosos por disponer de un pasado, de un manual que explique de dónde venimos y cómo hemos llegado hasta aquí, las vamos adoptando como propias hasta convencernos de que los vericuetos de ese camino que hemos ido dibujando en nuestra cabeza constituyen nada menos que el mapa de nuestra existencia, el relato exacto de lo que somos. 

Cuando afirmas, por ejemplo, como sueles hacerlo, que aquel lejano mes de agosto lo hubieras dejado todo si aquella chica de ojos oscuros se hubiera fijado en ti, ¿cómo puedes estar seguro? ¿cómo sabes que, llegado el momento no habrías salido huyendo para esconderte debajo de la falda de tu invencible rutina? ¿cómo sabes que no te habrías cansado de ella o ella de ti? ¿cómo sabes que la fracción de realidad que tienes por cierta de aquella experiencia abarca todos los enigmas y todos los misterios, toda la secreta complejidad de lo que sentiste y de lo que ella sintió o no llegó a sentir? 

En realidad no lo sabes -no lo sabemos-, pero necesitamos fijar los hechos, adoptar como cierta una determinada versión de la historia (en la que, además, estamos encantados de ser los buenos y/o las víctimas) para poder conciliar el sueño, para poder soñar con algo mejor y, más que ninguna otra cosa, para poder seguir viviendo sin pegarnos un tiro en la sien o saltar desde lo alto de un viaducto con riesgo de descalabrar a algún viandante. 

La mayor parte de la gente está convencida de que el pasado es la llave maestra que abre la caja fuerte de lo que somos, de lo que sentimos, de lo que soñamos y de lo que en el futuro llegaremos a ser. No es extraño que lo crean porque así nos lo repiten una y otra vez, sin parar, el cine, la literatura y casi todos los manuales de autoayuda. Ojalá fuera tan sencillo: el psicoanálisis sería infalible y bastaría con revolver un poco en la caja de cromos de nuestra existencia para poner las cosas en orden. 

Sin embargo, mucho me temo que no funciona así. Hacerse adulto consiste (entre otras cosas) en aceptar que llegará una mañana en la que al mirarnos en el espejo descubriremos que el paciente laberinto de líneas de lo que hemos vivido ya no define lo que somos. Cuando eso ocurra ya no seremos ni el estudiante, ni el soñador, ni el viajero, ni el pecador que un día fuimos sino algo distinto, ni mejor ni peor, sólo diferente, como el agua que se ha ido calentando grado a grado hasta alcanzar la temperatura en la que cambia de estado y, de pronto, contra todo pronóstico, es capaz de volar.  

Tengan el valor de aceptar que su pasado quedó atrás y que ya no tiene nada que ver con ustedes: no les explica y tampoco justifica sus elecciones, su miedos y sus fracasos. No se aferren a él. No somos un tren de mercancías que recorre una y otra vez la misma vía con los ojos cerrados ni un rompehielos de ocho mil toneladas que cruza el ártico con un único propósito. Llegado el caso, si el corazón se lo pide, empiecen de cero, elijan una carretera que jamás hayan transitado y, olvidándose de todo aquello que creen haber aprendido, avancen hacia la primera aurora del horizonte, hacia un lugar en el que el aire frío limpie sus pulmones y traten de ser felices, con la única certeza de que pase lo que pase no existirá nunca nada parecido a una certeza porque todo nace, se quiebra y se reinventa a cada instante.

Y no olviden que -aunque a veces pueda resultar tentador- no hay vida más triste que la de aquel que se resigna a vivir a la sombra de su propia melancolía.  


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