A ver si con un poco de suerte...



Este fin de semana me gustaría que pasaran dos cosas. La primera de ellas es que Rafael Nadal, a quien admiro todo lo que un hombre puede admirar a otro hombre sin dejar de ser heterosexual, ganara una medalla de oro en las olimpiadas de Brasil, aunque fuera de petanca rítmica o de navegación sobre desechos fluviales. No conozco a nadie que se lo merezca más. La segunda es que Donald Trump se muriera por sus propios medios, a ser posible de un infarto fulminante o de un aneurisma con explosiones y luces de colores. ¿Por qué? Por la misma razón: porque no conozco a nadie que se lo merezca más.

Ya se que está muy feo eso de desear la muerte del prójimo. Pero he de confesar -sin ningún rubor, para que les voy a engañar- que desprecio desde lo más profundo de mis adentros todo lo que representa ese siniestro ser de color naranja. Su machismo, su brutalidad protofascistoide, su banalidad intelectual, su inmunda retórica, su racismo y sus promesas muros imposibles y otras imbecilidades con las que trata de seducir al segmento del electorado más cerril y/o más desesperado por los rescoldos de una crisis económica que se resiste a abandonarnos. Que me da mucho asco, vamos. 

Una crisis economica que -ya es hora de que alguien se atreva a decirlo y mucho me temo que voy a tener que ser yo- no es tal, porque no se trata, como muchos creen, de un episodio puntual ni de una situación pasajera, sino algo que de una forma u otra ha venido para quedarse y que tiene que ver con el hecho indiscutible de que el primer mundo (Estados Unidos y casi toda Europa, con la excepción de Alemania y poco más) ya no fabrica, sólo consume y ese sector servicios que ahora nos da de comer, por mucho que en Mallorca estos días se apilen dos millones y pico de rosados aspirantes a melanoma, nunca será capaz de ofrecer los sueldos que antaño se obtenían en las humeantes industrias y en los oscuros talleres. 

Las crisis embriagan al electorado con la psicotrópica añoranza de un tiempo pasado en el que las cosas (sea verdad o no) eran de otra forma. Por eso Trump, como buen vendedor de humo, promete que bajo su mandato " Estados Unidos volverá a ser lo que fue": los ancianos abandonarán las residencias y se matricularán en el campeonato nacional de lucha libre, John Ford se levantará de la tumba y volverá a rodar uno de sus westerns desolados, los mejicanos regresarán a sus apacibles residencias en Sinaloa o Michoacán y los chinos trasladarán sus factorías a Detroit para aprovechar los solares vacíos. 

Naturalmente Trump sabe que nada de eso va a suceder. Pero también sabe que no necesita que ocurra: basta con que los votantes -a menudo tan volubles y tan propensos al cretinismo-se dejen engatusar por su ruidosa palabrería. Cuenta para ello, además, con la inestimable colaboración de Hillary Clinton, cuyas forzadas e histriónicas sonrisas producen la misma empatía entre sus simpatizantes que los gritos de un gorrino durante la matanza. Que alguien le diga que deje de hacer eso, por favor.

Huelga decir que Hillary está infinitamente más preparada que Trump (cosa que tiene un mérito relativo, porque la mayor parte de los gatos domésticos también lo están) pero hay que reconocer, de igual forma, que carece del magnetismo que derrochaban su marido, Bill Clinton (el muy gañán también derrochaba otras cosas, pero hay que reconocer que siempre ha parecido un tío encantador) y, por supuesto, Barack Obama, que cuando se baja del Air Force One parece que se desliza al compás de una melodía compuesta para la ocasión por Henry Mancini. 

Más o menos como nuestro Rajoy y su epiléptico y desmadejado "andar deprisa" que resulta tan horrible para la vista que en un futuro no muy lejano es muy posible que las madres apremien a sus hijos con la amenaza de que si no se comen toda la lechuga vendrá el señor Rajoy y les andará rápido.

PD. Rafa Nadal acaba de ganar una medalla de oro en dobles. Vamos, Rafa!



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