A million miles away
La
otra noche soñé que te esperaba en una estación sin pasajeros, en un páramo en
el que las raíces de los árboles trataban de agarrarse con sus largos dedos al
borde helado de los taludes. Anochecía y el olor del tabaco se elevaba por el andén dibujando espirales y mezclándose con la niebla, en ese instante de quietud que, como un aliento
contenido, siempre precede a la nieve.
Durante mucho tiempo echarte de menos
había sido un latido que era capaz de atravesar la maleza que la corriente de
los días iba depositando en los márgenes de mi vida. Por eso todavía estaba allí, al acecho
de cualquier sonido, de un paso casi imperceptible, de una voz que quizás fuera
la tuya, de una vibración del teléfono en alguno de los bolsillos de mi abrigo.
Si mis amigos pudieran verme estoy seguro de que pensarían que esta espera carece
de sentido, pero yo, gracias al niño que
fui en el espacio sin tiempo de la infancia, he aprendido y no he olvidado que al final, en los momentos que cuentan, sólo lo inútil
resulta útil y también que, en un cierto sentido un poco metafísico, esperar es
una disciplina y también una forma de ser valiente.
No sé en qué momento de ese
sueño empiezo a tener la certeza de que pronto, muy pronto -pero no tanto como
me gustaría- tu recuerdo no será más que un nudo atravesado en medio de esos
dos raíles que ahora se someten a la insomne dictadura de la oscuridad.
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