La orilla





Casi a oscuras, sin mirarte siquiera, veo a través de tu paisaje de avenidas, montañas y casas dispersas que se amontonan sobre las sábanas. Tus labios me tocan y se separan. De pronto regresan y entonces asisto con el aliento entrecortado al lento merodear de tus dientes por mi espalda. Más allá de la ventana la ciudad se sacude la pereza de la hora de la siesta bajo una tormenta de verano que resuena lejísimos, como si los truenos se quebraran antes de alcanzar nuestra habitación.

Tu cuerpo me rodea y yo, con ojos de ahogado, intento asirme a él como un bañista que intenta escapar del oleaje en un día de temporal. De pronto tengo la sensación de que quizás la vida sea sólo eso, una ola que minuto a minuto va desgastando todo lo que somos, aflojando todos los pernos y los anclajes, hasta colocarnos en el punto exacto en el que, cansados y casi exhaustos, a punto de declararnos formalmente vencidos, alcanzamos la sorprendente revelación de que, de alguna forma, pese a tanto esfuerzo y tanta angustia por aprender y por entender, hemos llegado hasta aquí sin saber absolutamente nada de nada.

Acaso sólo entonces, cuando aceptamos que es así, somos, al fin, libres.


“… será entonces
cuando hayamos aprendido de nuevo a mirar
con ojos limpios las cosas, a hacerlas nuestras
por transparencia.”


Joan Vinyoli



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