Medidas cautelares



Aunque nunca nos vimos en persona (pese a que por entonces vivíamos a una hora de distancia) fuimos amigos durante casi una década, con esa amistad tan honesta como poco convencional característica de los carrizos, los juncos y otras plantas que crecen más allá de los terrenos urbanizables, en esos marjales que la marea y las lluvias inundan a comienzos del invierno. Alguna vez hicimos incluso algún amago de quedar, de encontrarnos... pero por diversas razones nunca acabó por suceder. 

Durante un tiempo apunté en la cuenta de la mala suerte ese fracaso pero un día (más bien una noche, porque yo de día permanezco desconectado de la realidad, en una especie de silencioso standby que es mi particular forma de prevenir el suicidio) me di cuenta de que al hacerlo cometía un error. Ese desencuentro no era casual sino que tenía que ver conmigo y con estrictas razones personales: sabía que en cuanto la viera me enamoraría de ella porque en el fondo ya lo estaba y sabía, además, que ese amor no sería un amor cualquiera sino uno tremendista y barroco, de esos que acaban con orejas y rabo pero también, muy probablemente, con cornadas de varias trayectorias y visita de urgencia a la enfermería de la plaza, así que fue justo eso, saberlo, lo que me produjo un vértigo terrible que acabé metabolizando por el curioso procedimiento de prohibirme a mi mismo subir a un tren para ir a verla como otros se prohiben ingresar en el bingo para no dejarse la pensión de la abuela en las máquinas tragaperras. 

Algunas personas leen los posos del café, otras interpretan como si se tratara de una partitura las señales del electorado (por lo común, después de las elecciones) y otras son capaces (de todo hay en la viña del señor) de anticiparse a minúsculas variaciones en la cotización semanal del lechón selecto y del marranillo puro en origen. Yo, que carezco de tan loables habilidades para las cosas materiales/prácticas, tengo, en cambio el curioso don de presentir cuando estoy a punto de meterme en un lío amoroso, así que, cuando la ocasión lo requiere -que no es a menudo pero si de cuando en cuando- tengo la oportunidad de poner pies en polvorosa antes de que sea demasiado tarde, o lo que es lo mismo, como dice el solemne Diccionario de Autoridades, de huir con precipitación y ligereza (con la ligereza con la que puede huir un funcionario de Hacienda de mediana edad, que no es precisamente la que se gasta Usain Bolt sobre el tartán). 

PD. Si se fijan esta escena de Los Miserables ocurre una cosa curiosa. Una hermosa mujer, que además canta como los ángeles, es condenada a la "friend zone" por el descafeinado de Eddie Redmayne que, en cambio, se enamora perdidamente de una rubia de ojos saltones más insípida que las sopas de sobre. Si quieren saber qué es el amor ahí tienen la respuesta: algo muy hermoso que no tiene ni pies ni cabeza. Y, si quieren saber la verdad y toda la verdad, algo bastante más peligroso que hacerse un selfie depositando Doritos en la boca de uno de esos cocodrilos que al tardecer dormitan con un ojo abierto y las mandíbulas amartilladas en los meandros del río Mara, allí donde se reclinan las cansadas praderas del Serengeti. 





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