Amor e dor



Una vez oí a alguien decir que las mujeres portuguesas eran feas y tenían bigote. Para entender semejante afirmación hay que tener en cuenta la mezquina condescendencia (mezcla de ignorancia y cuasi-racismo) con la que los españoles, en particular aquellos, muy numerosos, que ni siquiera son capaces de hacer la O valiéndose de un canuto, contemplan a sus vecinos portugueses que son -mal que les pese a los viejos hidalgos españoles- mejores que ellos en muchas cosas y menos malos en casi todas.  

Por mi experiencia personal he de decir que las mujeres portuguesas son casi siempre hermosas y que, además, cuando lo son, que como digo es casi siempre, lo son en grado superlativo. Por lo demás, la cuestión importa poco porque la hermosura es cosa efímera que el tiempo se encarga de quebrar y, además, soy ya lo bastante mayor como para perder el tiempo convenciendo a nadie de nada, así que, si les soy sincero, ni siquiera se muy bien porque lo digo. Bueno, saber si lo sé: porque me da la gana. 

Sucede que cuando en la televisión y en la radio portuguesa suena la áspera voz de Ana Moura (en casa, no carro, em todo o lado) yo no puedo evitar sentir una mediana ración de envidia porque aquí la televisión anda repleta de morralla y para que en la radio suene un Fado tiene que pasar algo extraordinario, una conjunción planetaria de esas que se dan tres veces en un siglo o un eclipse de sol que secuestre la luz de la tarde y la convierta en noche cerrada. 

Si en vez de apellidarme Prendes y ser hijo de una modesta familia de agricultores asturianos fuera hijo/sobrino/cuñado de un tesorero del PP hace tiempo que habría conseguido una plaza de funcionario en la embajada española en Lisboa como agregado cultural especialista en Fado. El adecuado desempeño de ese puesto de trabajo me exigiría dormir hasta tarde (hasta la una del mediodía, como mínimo) para poder pasar las noches degustando bacalao y deambulando sin rumbo fijo por las calles estrechas y empinadas de la Alfama y el Chiado en busca de algún local en la que se escuche una voz desgarrada enferma de saudade, sólo o, a lo peor, en la amenazadora compañía de alguna de esas horripilantes mujeres morenas con bigote. Creo que con un poco de esfuerzo y mucho entrenamiento sería capaz de resignarme a tan cruel destino.

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