Perdoneu, però algú ho havia de dir (perdonen, pero alguien lo tenía que decir)
El tedioso ritual del llamado
“proceso independentista” catalán me recuerda cada vez más a cierta escena de
Lo que el viento se llevó (1939) en la que, al comienzo de la película, unos
cuantos aristócratas confederados charlan eufóricos, convencidos de la presumible
victoria del Sur en la guerra de secesión, hasta que le uno de ellos le pregunta
su opinión a Rhett Butler (Clark Gable):
-Es difícil ganar una guerra con
palabras, señores.
-¿Qué quiere decir?
-Quiero decir que no hay ninguna
fábrica de cañones en todo el sur.
-¿Y qué le importa eso a un caballero
del sur?
-Les importará a muchos.
-¿Insinúa que los yanquis pueden con
nosotros?
-No, no lo insinúo. Digo que están
mejor equipados, tienen fábricas, astilleros y minas de carbón y pueden
bloquear nuestros puertos. Nosotros tenemos esclavos, algodón y arrogancia.
Por desgracia muchos
independentistas catalanes, en especial los que viven en las poblaciones más
pequeñas en las que, no por casualidad, el movimiento secesionista es más
fuerte, se mueven en círculos cerrados en los que casi todo el mundo comparte
el mismo recetario. Por eso les iría de perlas que cualquier Rhett Butler
tuviera el valor de decirles algo que seguramente preferirían no tener que
escuchar: que es muy probable que después de todo este larguísimo preámbulo no
haya ningún referéndum homologable y que, muy a su pesar, tampoco va a haber
independencia, y no por la maléfica influencia de España, sino porque mal puede
haberla contra la voluntad de la mitad de la población catalana.
El nacionalismo, cualquier
nacionalismo, es, en el fondo, una forma de sentimentalismo cuyo epicentro es
la añoranza de una patria mítica de cartón piedra tan real como las películas
de dibujos animados y tan irrecuperable como los suspiros del primer amor: la
España imperial que conquistaba a sangre, fuego e infecciones bacterianas
vastos territorios en los que un día no se ponía el sol, un País Vasco
genéticamente puro, sin la vergonzante mezcla de sangre de los descendientes de
los obreros maquetos que llenaron de mano de obra las fábricas de Euskadi o una
República Catalana igualitaria en la que los perros pronto languidecerán
sofocados por el peso de las longanizas.
Así, con esa añoranza, comienza
precisamente Lo que el viento se llevó:
“Había una vez una tierra
llamada el Viejo Sur. Un mundo viejo y galante. Allá vivieron los últimos
caballeros y sus bellas damas y sus esclavos. De aquel mundo, de aquella época
no quedan más que los sueños. Una época que el viento se llevó”.
Un historiador inglés, James
Anthony Froude, dijo una vez que no se puede razonar con una persona poseída
por una idea. A lo largo de mi vida he tenido ocasión de comprobar infinidad de
veces que es así y por eso me precio de discutir mucho menos de lo que lo
hacia: porque nadie, por más empeño que ponga en ello y por más razones que le
asistan, convence a nadie de nada y mucho menos a los que ya vienen convencidos
de serie.
En estos casos el trabajo lo
hace por su cuenta y sin cobrar arancel el tiempo, que además no atiende a
razones, no se apiada de nadie y tampoco se deja arrastrar por el
sentimentalismo. Las cosas, al correr del tiempo, acaban por ser lo que son y
no lo que nos hubiera gustado que fueran. Entenderlo y aceptar que es así no te
hará feliz, pero te evitará algún que otro susto y más de una decepción.
Pero claro, si nadie te lo
dice...
Como el lindo gatito,
fracasamos invariablemente
para diversión del personal
que nos mira de reojo.
Y como el Coyote nunca llegamos
a la hora,
ni al lugar, ni en el momento
preciso.
Manolo García (Prefiero el
trapecio)
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