Desde la orilla
A veces me gustaría, al menos por un rato, ser capaz de compartir alguna de las causas en las que encuentra refugio gran parte de la humanidad: la religión y sus irritados dioses llenos reproches, mandamientos y amonestaciones; el populismo de izquierdas y de derechas y sus promesas, tan dulces como el sirope de chocolate y tan embriagadoras y decepcionantes como el alcohol de garrafón; el nacionalismo, siempre presto a susurrarte que te mires el ombligo hasta que seas capaz de descubrir qué maravillosa y única esencia te distingue, te separa y te eleva por encima de los seres humanos idénticos a ti que habitan al otro lado de las arbitrarias línea de los mapas.
Pero no puedo. Tampoco es que lo intente mucho ni con mucha fuerza. De sobra sé que soy incapaz de someterme a los dictados de esas fibrosas generalizaciones y como ya tengo 47 años no me queda más remedio que ir aceptándome como soy. Me gustan los fados, la música country, el reflejo del cielo sobre el mar Egeo, el rape y los huevos fritos con chorizo, los atardeceres en Zamora y tres o cuatro mil cosas más que nunca dejan de asombrarme pero, la verdad, no encuentro ninguna buena razón que me convenza de que ser asturiano, español o portugués sea mejor ni peor que ser malayo, vietnamita o congoleño. De hecho estoy seguro de que hay muchos vietnamitas que me caerían infinitamente mejor que muchos asturianos, porque lo que cuenta es cada persona, en su irreductible y prodigiosa singularidad, que nunca podrá ser dibujada por un pasaporte o por una bandera.
Borges escribió que "El nacionalismo solo permite afirmaciones y toda doctrina que descarte la duda, la negación, es una forma de fanatismo y estupidez". Lo mismo puede decirse de la religión y del populismo político (Trump, Le Pen, Pablo Iglesias y sus peculiares secuaces filocomunistas), así que lo único que se me ocurre que puede hacer una persona con un poco de criterio es tratar de no dejarse arrastrar por esa ola de tontería que a ratos amenaza con llevárselo todo por delante.
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