Cosas que brillan







En algún momento de mi infancia el blanco y negro empezó a quedar atrás y las imágenes de todo lo que ocurría a mi alrededor empezaron a reproducirse en color como los canales de la nueva televisión que aún tardaría unos años en llegar y además ya no se trataba sólo de mamá y de papá y de la abuela emitiendo sonidos incomprensibles y peleándose entre ellos como tenían por costumbre, sino de miles de cosas asombrosas que brillaban por todas partes como peces de colores que juegan con su panza plateada a un centímetro de la superficie del agua.

Una mañana en la que la lluvia me golpeaba la cara como minúsculas astillas de madera te conocí. Bajabas del autobús a cámara lenta como si fueras a recoger un premio a la mejor actriz entre los aplausos de un público invisible y yo me quedé mirándote con la mandíbula desencajada, como se mira a las cosas que no parecen de este mundo y esa misma tarde me encontré tratando de garabatear tu nombre con una piedra en el viejo puente del molino, pero algo iba mal porque nada más nacer las letras se ponían en pié, hacían una pequeña reverencia en señal de agradecimiento y echaban a correr por la carretera nacional. 

Para compensar, unos cuantos años más tarde, entrando en Madrid por la M40, me enamoré de las luces de la ciudad a esa hora en la que la noche todavía palidece, porque la forma en que se encienden y se apagan durante una milésima de segundo por efecto de la refracción me recuerda a ti, siempre impredecible, siempre distante, siempre al otro lado de un espacio que no se puede medir en centímetros y que nunca podré atravesar; a ti, que nunca dejarás de brillar de esa forma especial en la que sólo tu sabes hacerlo, pequeña hija de la gran puta imposible. 

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