Ser de pueblo



Era uno de esos días en los que el cielo de color de plata anuncia que está a punto de empezar a nevar y los cables eléctricos emiten un zumbido mineral y plomizo. Mi padre ha dejado los cartuchos junto a la cocina para que la pólvora entre en calor y yo me estoy tomando mi café con mucha leche, poco café y pan frito. Salimos a cazar y el suelo está helado como el permafrost de la tundra. Una bandada de patos en perfecta formación cruza a lo lejos la vía del tren, a una altura ingrávida y casi inconcebible. 

Resbalo y me caigo al suelo. Mi padre sonríe. Y entonces, justo cuando el primer destello de luz de la mañana se cuela a través de las hojas amarillas de los arces, de pronto tengo la sensación de que más allá del sentimiento, el silencio y la emoción, debajo de todas las cosas y sus caprichosos e inconstantes destellos de belleza, hay una fuerza increíblemente benévola que nos recuerda que no hay razón para tener miedo, como si uno de esos dioses que no existen me estuviera mirando a los ojos y yo, sentado en el suelo y con el culo mojado, estuviera a punto de devolverle la mirada.


Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.


Miguel Delibes, El pueblo en la cara (Viejas historias de Castilla la Vieja).



PD. A mi padre. 

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