Que bien me lo paso cuando no pasa nada
Vivimos en un mundo que rinde un culto al fragor de la épica y a sus grandes titulares de usar y tirar: el cambio climático, las sandeces de Trump, las ocurrencias de Puigdemont y sus acólitos, la sequía pertinaz, los largos tentáculos del terrorismo islámico y tantas otros sucesos de alto voltaje (como los tiburones que por lo visto se andan zampando jubilados en Benidorm, imagino que con el patrocinio de la Seguridad Social).
Yo, en cambio, como buen bicho raro, si estuviera en mi mano, elegiría vivir el resto de mi vida en un mundo en el que la única noticia reseñable fuera que se acerca otra vez el otoño, que el abundante sol ha adelantado la vendimia y que el trigo ya está en sazón, maduro y listo para la cosecha. Eso y Messi correteando por ahí con su pelotita de acá para allá.
Abomino de las las revoluciones, los desfiles, las revueltas, las manifiestaciones, los descubrimientos de nuevos mundos, las unanimidades, las banderas, los grandes conflictos, las promesas de una vida mejor y de los momentos épicos de la historia, porque como dijo aquel gran poeta asturiano (Ángel González), la historia y las morcillas de mi pueblo tienen dos cosas en común: las dos se hacen con sangre y las dos se repiten.
La épica me sobresalta y me produce una desconfianza instintiva porque no ignoro que para construir un futuro mejor no hacen falta himnos ni muchedumbres apesebradas sino algo mucho más difícil: ciudadanos activos, críticos, con capacidad de reflexión, no dormidos, no adocenados, emancipados de las cadenas de la religión y el dogmatismo, capaces de razonar y de escuchar al prójimo, que no eludan su responsabilidad y que no sean siervos de nadie. Faltan personas y sobran consignas.
En la vida personal ocurre lo mismo: estamos tan absortos en la febril rutina de ganarnos la vida que a menudo olvidamos que sólo tenemos una oportunidad de vivirla y por eso, para compensar, añoramos los fuegos de artificio, los instantes decisivos, los momentos en los que los senderos del camino se bifurcan y una jugada maestra lo cambia todo para siempre. Pero las cosas rara vez acontecen de esa forma. Lo diré en palabras de Pascal Mercier, que lo explica mucho mejor de lo que yo podría hacerlo:
"Es un error creer que los
momentos decisivos de una vida, en los que un rumbo acostumbrado cambia para
siempre, tendrían que ser de un dramatismo escandaloso, socavados por violentos
arrebatos interiores. Eso es un cuento de mal gusto que algunos periodistas
ebrios, algunos cineastas y escritores adictos a los flashes, en cuyas mentes
todo aparece como en un periódico sensacionalista, han puesto en el mundo. En
verdad, el dramatismo de una experiencia determinante para la vida es a menudo
de una levedad increíble. Está tan poco relacionado con el estruendo, con las
llamas o las erupciones volcánicas, que la experiencia, en el instante que la
tenemos, es a menudo pasada por alto. Cuando esta despliega su efecto
revolucionario y se ocupa de que una vida sea vista bajo una luz nueva y reciba
una melodía absolutamente distinta, lo hace de un modo silencioso y en ese
maravilloso silencio radica su nobleza particular".
Tren nocturno a Lisboa. Pascal Mercier (seudónimo del filósofo, filólogo y, por supuesto, escritor, Peter Bieri).
Las cosas más importantes de nuestra vida son sobrias, íntimas, sigilosas, ocurren cuando menos te lo esperas, nunca se adornan con oropeles, no precisan de fanfarrias ni bandas sonoras, casi siempre caben en la palma de una mano y a menudo, nos resultan tan imperceptibles como esa brizna de hierba que se acaba de levantar en el aire y en cuyo caprichoso vuelo sin motor ya se anticipa el distante aliento del invierno.
Por eso, a veces, los sábados por la mañana, escucho Agropopular en la radio. Allí, mientras desayuno, me pongo al día de la cotización de la cebada en las principales lonjas, del precio de la manzana de sidra, de las previsiones de la campaña remolachera en Miranda de Ebro, de los aranceles a las exportaciones de azúcar, de las heladas en la provincia de Salamanca y del inicio de la siega de lavanda en la provincia de Guadalajara. Supongo que no les sorprenderá la razón: en tan agropecuaria compañía, los delirantes y casi siempre deprimentes sucesos de los telediarios me parecen una sombra casi irreal y eso, con la inestimable ayuda de unas cuantas tostadas de pan frito, un poco de mermelada y un café con mucha leche y poco café, me basta para ser feliz durante un buen rato.
Ostras... que comparativa más bien traïda la de las morcillas y la historia.
ResponderEliminarY, tambien me encanta ver corretear a Messi.