Yo vi jugar a Leo Messi


Hay muchas cosas en la vida que nos van marcando. Algunas, a fuerza de importantes resultan casi obvias: nuestra familia, los lejanos y cada vez más borrosos días del colegio, las personas a las que un día amamos y que por una razón o por otra ya no están, nuestros avatares laborales y nuestras idas y venidas a lo largo de la erizada superficie de los mapas. 

Hay otras que son más sutiles. Ocupan una esquina de nuestra vida y nos acompañan durante un recodo del camino en silencio, casi sin que nos demos cuenta, como si fueran parte del paisaje. Nos acostumbramos a ellas y creemos que durarán para siempre. Pero no es así. También ellas tienen un final.

Algún día, cuando sea un vejete venerable (si es que tengo la fortuna de que tal cosa llega a suceder, algo que siempre he considerado improbable) diré que cuando tenía cuarenta años vi jugar a Leo Messi. Y por fortuna, jugaba en mi equipo lo que significa, ni más ni menos, que jugaba conmigo no menos ni menos intensamente de lo que puede haber jugado con Iniesta o Xavi, porque lo hacía en el salón de mi casa. Para mi. 

Puede que a Cristiano Ronaldo le den tres mil balones de oro y ochocientos trofeos al jugador más valioso, puede que el Real Madrid acabe acumulando trescientas Champions en sus vitrinas y que Neymar despliegue una espectacular ristra de cucamonas y regates con el PSG para regocijo de los que confunden el fútbol con el circo. Pero yo vi jugar a Leo Messi y eso vale más que cualquier título, más que cualquier premio y más que cualquier nota a pié de página en el libro de historia del fútbol.

¿Sabén? Un día yo vi jugar a Leo Messi. 

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