Densidad



Yo fui un adolescente de desarrollo tardío, lo que significa que hasta bien entrados los 15 años era más bien pequeñito. Yo notaba que, además, había partes de mi cuerpo que no progresaban a la velocidad que hubiera sido deseable, porque a veces observaba de reojo a mi padre mientras se vestía y, sin entrar en detalles que no vienen a cuento, había una diferencia más que considerable. 

En mi familia las mujeres siempre han sido de pelo abundante pero fino, quebradizo y de poca consistencia. Por eso, para remediarlo, mi madre empezó a comprarse un champú que sólo vendían en la droguería más cara de la calle Corrida de Gijón. Tenía un aroma mentolado y se anunciaba en letras brillantes de color verdoso como "creador de densidad".

Yo tengo una mentalidad científica. Así que un buen día, mientras me estaba duchando, vi el champú de mi madre, reparé en eso de la creación de densidad y no me costó mucho establecer que ahí había una poderosa correlación al alcance de la mano (nunca mejor dicho). Así que ni corto ni perezoso empecé a frotarme el champú intensamente por los bajos fondos y la administración periférica. 

Ustedes saben que yo no creo en la homeopatía. Y de niño se ve que tampoco lo hacía, porque me lo administraba en cantidades nada homeopáticas. A lo burro vamos. Si quieren que les diga la verdad, ya que estamos, no lo hacía por desconfianza en los principios activos del producto, sino porque el ingrediente mentolado me producía un chisposo cosquilleo en la entrepierna que resultaba la mar de gratificante.

El caso es que, como era inevitable, el champú en cuestión empezó a consumirse a toda velocidad. Mi madre, claro, reparó en el fenómeno y nos preguntó si alguno de nosotros estaba usando su champú por error. Naturalmente, todos negamos la mayor. Y yo también. En mi descargo he de decir que, desde un punto de vista técnico, mi respuesta se ajustaba a la verdad, porque yo no lo estaba usando por error, sino muy a conciencia. 

Un día mi madre ya no pudo más y le dijo a mi padre -a la hora de comer, cuando estaba más desprevenido, que es cuando ella acostumbraba a atacar, como los guepardos en los abrevaderos del Serengueti- que allí estaba pasando algo muy raro, porque su champú no duraba nada de nada. Mi padre, sin dejar de prestar atención a las patatas con carne, apuntó como hipótesis -sin mucha fe y más para salir del paso que otra cosa- que seguramente el champú se evaporaba porque el bote estaba mal cerrado. 

Mi madre no se quedó muy satisfecha con la respuesta (por decirlo suavemente) y a lo largo de los días siguientes consagró todos sus esfuerzos -se ve que en casa todos, cada uno a su manera, teníamos mentalidad científica- a estudiar el fenómeno.  Hasta que una buena mañana de sábado me sorprendió untándome la entrepierna con el champú mentolado mientras me duchaba. Entró al baño, abrió mucho los ojos, dijo algo así como acabáramos... y salió corriendo.

Durante la comida de ese día mi madre atacó de nuevo. Ya sé a dónde se está evaporando mi champú, dijo con aire de agente secreto que acaba de descifrar unos códigos nucleares. ¿A dónde?, preguntó mi padre sin mucho interés. Entonces mi madre, como hacía siempre que su cabreo alcanzaba el grado 9 en la escala de Richter, suspendió su finezza habitual y respondió con gran elocuencia y precisión geográfica: a los huevos de tu hijo. 

Mi padre, esa vez sí, apartó la cuchara de las patatas con carne y se quedó mirándome un buen rato, más asombrado que otra cosa, sin atreverse a preguntar. A su vez mi hermano pequeño, que naturalmente no sabía nada del asunto de la densidad, nos miraba sin sacarse la cuchara de la boca como si estuviéramos todos locos. Yo, por mi parte, agaché la cabeza, aparté las patatas, me comí la carne y procuré no decir nada porque intuí que, a esas alturas del proceso, cualquier alegato exculpatorio sólo podía empeorar la suerte del reo.

Años después, una tarde que íbamos juntos en coche a la playa de Xivares, mi padre me preguntó que si era verdad eso de que me había comido el champú de mi madre. Porque lo que mi padre -en su infinito despiste- había entendido era ni más ni menos que eso: que me lo había comido. Yo le expliqué que no, que no me lo comía, que me lo frotaba por la entrepierna porque era un champú "de ganar densidad". Del ataque de risa que le dio casi nos salimos de la carretera.

PD. Por cierto, ya sé que no hace al caso, pero al cabo del tiempo el champú funcionó. Claro tampoco se trató de un milagro: con la cantidad que usé era inevitable que lo hiciera.  



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