Al otro lado

Aunque la jaula sea de oro
no deja de ser prisión


Cuando somos pequeños los veranos parecen interminables, como un océano de sol imposible de vadear. Luego, naturalmente, se terminan y regresamos, cargados de libros y con las orejas gachas, al redil del colegio. Al correr de los años he descubierto que con los fines de semana me ocurre lo mismo: el viernes me parece un vasto espacio sin fronteras y de pronto, sin saber cómo, ya es domingo por la tarde y allí al fondo ya se asoma impúdico y amenazante el vértigo del colegio, digo, del trabajo, que es lo mismo, pero en versión aburrida. 

Les confesaré una cosa. Detesto trabajar. De nada me sirve eso de que es una maldición divina y pendejadas semejantes porque soy ateo y carezco de dioses que me consuelen de mis males a cambio de afligirme con el rigor de sus muy estúpidos mandamientos. Y de sobra sé que trabajo para ganarme la vida... sino ya me dirán a cuento de qué iba a estar yo encerrado de ocho a tres en una oficina entregado a tareas que, la mayor parte de las veces, vistas con un poco de perspectiva, carecen de sentido y sólo resultan aptas para personajes en blanco y negro con vocación de máquina de escribir.

Lo peor de trabajar es que aunque te permite conocer a gente estupenda también te obliga a relacionarte con algunos individuos -muy pocos, por suerte- a los que si pudieras sólo tocarías con un aturdidor eléctrico de reses. Ya se que todo el mundo es respetable y tal. De hecho, si yo fuera un asesino en serie de esos que salen en las series americanas, estoy seguro de que mi abuela -que en paz descanse- encontraría la forma de disculparme diciendo que bueno, que siempre fui un chico un poco nervioso, pero concienzudo y de buen corazón y que por eso las había enterrado bien hondo. 

Lo que intento decir es que todo es cuestión de perspectiva. Los que a mi me parecen más cenutrios seguro que son encantadores (al menos para sus abuelas). Y seguro que yo le resulto igualmente cenutrio a más de uno (y sus razones tendrán, al menos tan buenas como las mías, que no siempre son malas del todo).

El caso es que yo soy un autista mal disimulado que lleva muy mal lo de la convivencia forzosa con personas a las que yo no elijo. Creo que fue Maquiavelo el que dijo que la virtud era la afirmación de la fuerza del hombre frente a las fuerzas y los desórdenes naturales. Si yo afirmara esa fuerza interior y la dejara a su libre albedrío... iba a a trabajar su puta madre (con perdón). 

Pero esa película pertenece al género de la ciencia ficción y en el mundo real el martes, muy a mi pesar, tendré que volver al redil laboral. Bien mirado tampoco se trata de ninguna tragedia: el trabajo no va a matarme y dentro de unos años acabaré jubilándome con una plaquita de plata con mi nombre grabado en la que constará que presté mis servicios al Estado durante treinta y pico años. 

Ese día se soltará el último eslabón de piedra y seré libre. Saldré a la calle y en la avenida habrá un viento cálido y favorable. Echaré a andar y me sentiré feliz. Pero al rato estoy seguro -envejecer te otorga el privilegio de observarte de cerca y de ir conociéndote- de que una parte de mi empezará a sentir añoranza, porque lo que siempre me resultó insoportable, en el fondo, no fue este o aquel trabajo en particular, sino tener que estar ahí encerrado y no poder estar en otro sitio cualquiera y ese, el de la disconformidad, es un mal bastante que no tiene cura y no se agota nunca.

Para acabar les explicaré cuando fui consciente de que había contraído esa severa enfermedad. Debía tener yo unos diecisiete años y había trabado algo más que una amistad con una hermosa muchacha oriunda de Somió cuyo nombre no repetiré en este momento porque a) soy un caballero y b) no me acuerdo. Nos encontrábamos los dos absortos en la práctica de las consonantes fricativas en la terraza de la discoteca el Jardín de Gijón y recuerdo que allí, desde la última planta, a través de los mechones de su elocuente melena rubia, alcanzaba a divisar por encima de la línea del horizonte un mar de montañas entreveradas con nubes grises y melancólicas de esas que tanto abundan en Asturias. Yo, entre una cosa y otra, no paraba de preguntarme que habría al otro lado de aquellas montañas. La pregunta -en sí y más aún dada la situación, era de una estupidez considerable-. Pero allí estaba yo, con aquel runrún interior.

PD. Con el tiempo averigué lo que había al otro lado. Al otro lado, siempre hay otro lado. 

Comentarios