Madreñes



Juan Carlos Mestre, poeta de Villafranca del Bierzo, hijo de panadero que, no sé si con buen criterio, cambió el pan por la poesía ("para amasar había que madrugar mucho"), escribió una vez que ninguna noche se avergüenza de la oscuridad. 

Sin embargo, yo, por la parte de humedad que me toca, estoy más que aburrido de la oscuridad de este invierno de soles escuálidos y chubascos dispersos que parece diseñado para regocijo de los meteorologos. Llueve tanto que hasta las flores andan dubitativas y no saben si asomar o ponerse a cubierto como si estuvieran en medio de un bombardeo y los pájaros y los agricultores miran al cielo con la boina en la mano tratando de interpretar las señales de las nubes, esperando, siempre esperando, como si fuera una obra de teatro a punto de revelar su argumento.

Esta tarde he bajado a tirar la basura y he pisado un charco. No era muy grande pero el agua me ha llegado casi a la entrepierna. Al notar la humedad, por primera vez en muchos tiempo me he acordado de les madreñes que heredé de mi güelu, que calzaba un 46 como yo y que, más de cincuenta años después, todavía andan por algún lugar de mi casa allá en Asturias en perfecto estado de revista, como si en vez de madera de castaño, aliso o nogal estuvieran hechas del mismísimo adamantium de las garras de Lobezno. Mi madre siempre nos repetía que nun se puede correr con les madreñes puestes y que nos íbamos a matar, pero mi hermano y yo damos fe de que no sólo se puede sino que, por poder, se puede hasta subir a los árboles sin quitártelas.

A lo que iba. Que ya está bien de invierno por esta vez. Que necesito un sol obsceno que se imponga sin tregua ni armisticio, campos amarillos llenos de espigas, cuervos de pupilas impasibles y melena brillante posados en lo alto de un poste de madera, el reflejo del cielo en un viejo botón de hojalata, las amapolas brotando al pie de las tapias entre bandadas de mosquitos perezosos, las nubes de colores imposibles que aparecen cuando la noche empieza a insinuarse detrás de la sierra de la Culebra, el coche aparcado debajo de los ojos del puente en la piscina de Valencia de Don Juan, los álamos orgullosos como lenguas de fuego, el calor irrevocable de las horas muertas del mediodía, ese aire espeso del atardecer que va limando una a una las asperas venas de la tierra y el mar, el parpadeo del mar infinito contemplado desde el borde de la arena que ahora mismo, en medio de este paisaje de invierno fuera de temporada, es lo más parecido al paraíso que se me ocurre. 

Pues eso. Queda dicho.

PD. Les madreñes (a un asturiano le resulta fisicamente dolorosa la falta de concordancia del artículo con la e final de los sustantivos y por eso nos hacemos cruces cada vez que escuchamos eso de "comí unas fabes") conservan ese nombre en Asturias y León; se convierten en Almadreñas en el Valle del Pas cántabro; en Albarcas/abarcas en Cantabria; Galochas en la Maragatería, Cabreira, Ancares y en parte de Zamora y en zuecos en medio mundo. 

PD2. Facer unes madreñes ye una tarea fácil. Sólo hay que baltar (cortar el arbol), tronzarlo, fenderlo longitudinalmente, moldiarlo y azuelar para darle forma, petiar para abrir el hueco de la boca, gurbiar para dar forma al talón, taladrar para ahuecar la madreña, llegrar para limpiar y rebajar el interior, rayer o acuchillar con el cepillo, esbocar para arreglar la boca, tallar los dibujos, ahumar la madera para que oscurezca y dure más, nidiar la superficie para dejarla pulida, untarla con sebo y sacarle brillo. Cosa de nada. Un Máster en la materia duraría unos cuantos años y no estaría al alcance de cualquier molondro con carnet de partido, pero eso sí, al final, con un poco de suerte y de talento uno aprendería algo. Algo de verdad, quiero decir. 

PD3. Molondro es una palabra asturiana. Pero resulta que también aparece, como tantas otras, en el Diccionario de la RAE con el significado de "hombre perezoso y torpe". Para un asturiano un molondro ye un fatu, un babayu, alguien a quién le falta un buen rato de cocción. 

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