Ausencias




Este es el primer verano en el que cuando llegue a Asturias no encontraré a mi tío esperándome. Por no estar no estará tampoco el verano. La que no faltará a su cita, como siempre, es la lluvia. Pero él ya no estará allí para contarme sus anécdotas mil veces repetidas, maldecir la abisal caradura de los portavoces del Partido Popular, preguntarme qué opino del tal Pedro Sánchez y que cómo es que estoy tan flaco, que si me he apuntado a alguna secta de esas de adelgazar. 

Ya no está pero sigue estando en todo. En su silla, en sus libros, en todos los rincones de la casa, en las lágrimas que su ausencia ha dejado para siempre en mis bolsillos, en la lluvia que golpea la ventana y en el silbido del tren que acarrea torpedos cargados de arrabio incandescente a través de los cada vez menos verdes valles de Carreño entre las acerías de Veriña y Avilés.

La última vez que nos vimos nos abrazamos con más fuerza que nunca sabiendo que ese abrazo era el último porque no volveríamos a vernos. Esa certeza que sobrevolaba nuestra despedida resultaba tan triste y tan sobrecogedora que les confieso que me gustaría no tener que volver a dar un abrazo así.

La vida, a veces, te deja desnudo, a la intemperie y bajo el burlón mirar de las estrellas, como en el tango de Gardel. Las luces de tu vieja calle son las mismas de siempre, pero tus ojos son distintos, porque has ido aprendiendo, a fuerza de golpes, que nuestra extraña forma de vida, es, en las horas más oscuras, un sorbo de tristeza que se vierte gota a gota en el fondo de una taza y que el instante más triste de todos es aquel en el que te asalta la certeza inverosímil de que esa persona a la que tanto has querido y que siempre estuvo ahí, jamás volverá a esperarte al otro lado de la puerta.

Sé que será así. Pero todavía no he encontrado la forma de aceptarlo. Y algo me dice que no la encontraré nunca.

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