De princesas e interruptores
Automejora
Justo antes de que ella saliera volando como un cisne
hacia la lujosa residencia de verano de sus padres,
su novia universitaria le pidió a Bruce
que mejorara su destreza en el sexo oral,
y le ofreció un consejo técnico:
Utilizando sólo la punta de su lengua
debía mover el interruptor de la luz de su cuarto
de la posición de encendido a la de apagado cien veces al día
hasta que adquiriera fluidez en los matices
de la fuerza y el espacio.
Imagínatelo practicando todas las noches,
más interesado de lo que nunca lo estuvo por el álgebra,
las gotas de sudor brotando de su frente,
pensando, treinta y siete, treinta y ocho,
visualizando, en la visión de túnel del ojo de su mente,
la ecuación cuadrática del clímax de su novia
rendida a la lógica
de su simple matemática.
Tal vez desenroscó
el foco del techo de su apartamento
para que los transeúntes no creyeran
que una luciérnaga gigante estaba haciendo latir
su eléctrico abdomen en el 13 B.
Tal vez, mientras permanecía
a dos pulgadas de la pared,
en la oscuridad, empañando el antiguo yeso
con su aliento, visualizaba el futuro
como una mansión situada en la costa
a la que él había remado
con el cansado remo de su lengua.
Por supuesto, la novia lo dejó:
conoció a otro en una estación de esquí,
alguien que, utilizando únicamente su nariz,
podía adivinar la añada de un Cabernet.
A veces se nos pide
ser buenos en algo para lo que
carecemos de talento,
o destacamos en algo que nunca
tendremos oportunidad de demostrar.
A menudo nos pedimos a nosotros mismos
darle sentido absoluto a algo
que simplemente sucede,
y de esta manera, lo que estamos practicando
es ese sufrimiento,
que todo el mundo practica,
pero en el que extrañamente pocos de nosotros
conseguimos progresar con dignidad.
Los clímax del sufrimiento son complejos,
costosos, bellos, pero secretos.
Bruce no volvió a jugar con el interruptor de la luz.
Así que las avenidas por las que caminamos,
llenas de cuerpos con caras,
que están llenas de talento escondido:
suficiente para hacer que los pianos giman,
se agrieten las aceras,
y parpadeen con delirio las luces de la calle.
Un poema de Tony Hoagland (Carolina del Norte, 1953).
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