No hay nadie allá afuera





El Dios de la Nada

Mi padre se cayó del bote.
Ultimamente le fallaba el equilibrio.
Había salido en el bote con su perro
a cazar patos a un pantano, cerca de Trempealau, Wisconsin.
No había nadie cerca,
salvo el enjuto granjero que limpiaba los desagües del establo
–sordo de un oído después de muchos años de trabajar con máquinas
y que estaba casi a un kilómetro de distancia.
Mi padre se cayó del bote
y el agua se arremolinó a su alrededor, llenó
sus pantalones impermeables y eso le arrastró hacia el fondo.
Se sumergió en un agua del color de un café ralo.
El perro se lanzó al agua,
creyendo acaso que se trataba de un juego.
Debo rectificar –los perros no piensan como nosotros–,
ellos reaccionan, y la reacción del perro
fue nadar alrededor de la cabeza de mi padre.
Esta no es una historia reconfortante
sobre un perro que ladra para pedir ayuda,
o que lame la cara de mi padre para animarlo
a mantenerse a flote. Al final el perro se cansó y nadó hacia la orilla
para olfatear entre la hierba, disfrutar su nueva libertad
sin los cuidados de su amo,
indiferente a la situación de mi padre.
El agua estaba fría, eso lo sé,
y mi padre siempre había sido friolero.
Que pasó mucho frío es algo seguro, aunque
nunca le he preguntado al respecto.
No sé cómo logró salir del agua.
Creo que el granjero fue a buscarlo
después de que mi madre lo llamara asustada y condujera
hasta la granja al ver que mi padre no regresaba a casa.
Mi madre me contó lo ocurrido en voz baja,
tapando con su mano el teléfono e intercalando
divertidas disgresiones para no ser escuchada.
Admitir la enfermedad de mi padre
habría provocado la ira del Dios de la Nada,
que llega corriendo cuando escucha una voz temblorosa
para barrer al débil con su aliento sin amor, helado.
Pero ese dios ya había venido antes,
durante una época en la que plantó una semilla en el cerebro de mi padre,
que creció, congeló su lengua,
y le robó su equilibrio.
El dios estaba ahí cuando mi padre cayó del bote,
susurrando desde un rincón de su cerebro,
y estaba allí cuando mi madre, al darse cuenta de la hora,
supo que algo iba mal. Este dios es un dios frío,
un dios hambriento, egoísta y corto de vista.
Este dios tiene la cabeza de un perro.

Un poema del estadounidense Mark Wunderlich (Minnesota, 1968).

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