El lado correcto de la historia



Hace unos días el señor Torra, a la sazón presidente de la Generalitat de Cataluña, dijo en Waterloo que ellos (los independentistas) van a ganar porque "tienen la fuerza de estar del lado correcto de la historia". 

Para una persona como yo que, después de vivir más de diez años en el mismo piso, aún no tiene muy claro hacia que lado se abre la puerta del ascensor y que rara vez es capaz de adivinar en qué día de la semana vive (lo del día del mes hace tiempo que lo dejé por imposible), semejante certeza me produce un asombro lindante con lo paranormal.

Siguiendo este curioso razonamiento, que no por casualidad entronca con el determinismo histórico marxista, si lo que decanta la victoria es el hecho de estar del lado correcto de la historia,  el que gana lo hace porque tiene razón, con lo que el perdedor, amén de la derrota, ha de soportar el oprobio adicional de aceptar que, además de perder, lo hizo porque estaba equivocado. No sólo eso: todos sus esfuerzos resultaron vanos desde el principio porque nunca tuvo la menor posibilidad de ganar.

Alguien debería recordarle a Torra, para empezar, que en nombre del lado correcto de la historia se han cometido innumerables crímenes y atrocidades cuya relación exhaustiva acortaría considerablemente la vida del teclado de este ordenador. Pero es que, además, esa certeza inquebrantable de que a este lado de la raya están los buenos, los justos y rectos, los poseedores de la verdad y al otro los enemigos, los malos, los extraviados y los infieles es un síntoma inequívoco de todas las formas de fascismo que hemos tenido la desgracia de conocer.

Yo no tengo la convicción de estar de ningún lado de la historia en particular. Ni del bueno, ni del malo ni del regular. Algunos días, cuando duermo mal, todos los lados de esta historia que llamamos vida me parecen francamente insoportables. Y no hay día que no ponga en tela de juicio todas mis certezas, que siempre me resultan frágiles, huidizas y sospechosas.

No me interpreten mal. Desprecio el relativismo moral porque sé que existen el bien y el mal. Pero también he aprendido que hay muchos estados intermedios en los que ambos se entrelazan y casi se confunden o se confunden sin casi. Con todo, lo que derrotó a Hitler y al mal absoluto que encarnaba no fue el hecho de que los aliados estuvieran del lado correcto de nada, sino la potentísima industria bélica norteamericana que era capaz de producir tanques y bombarderos a un ritmo inigualable. Los seis millones de judíos que murieron en campos de concentración estaban, sin duda, del lado bueno de la historia y eso, por desgracia, no les resultó de mucha ayuda. Los japoneses se rindieron cuando recibieron el impacto de dos bombas atómicas, no cuando aceptaron que bombardear Pearl Harbour y empezar una guerra había sido una mala idea. 

En la vida no siempre gana el mejor, ni el que tiene razón o mejores intenciones. Con frecuencia asistimos atónitos al despegue hacia la estratosfera de auténticos mequetrefes y todos conocemos, también, a gente muy valiosa que se ha quedado en el camino por innumerables razones que nada tienen que ver con sus méritos. Y es que la vida -con la posible excepción de los dibujos animados y de la saga Misión Imposible- no es una liga de la justicia en la que los buenos, por el sólo hecho de serlo, tengan todas las de ganar.

Por lo demás, siempre he intuido que exagerar las certezas es un forma primaria de tratar de compensar una debilidad interior, como un niño que proclama a los cuatro vientos que el castillo de arena que acaba de erigir con su cubo azul de asas amarillas es el mejor del mundo, un instante antes de que una pequeña ola lo arrase por completo. Pero no me hagan caso, posiblemente también esté equivocado en eso.


Comentarios