Mariposas



En noches como las de ayer en cuanto Messi coge la pelota y se dirige a toda velocidad hacia la portería del equipo contrario, los defensas -severos muchachos de buena planta y constitución robusta- empiezan a bufar, a retorcer el cuello de un lado a otro y a inclinarse como un guardia urbano que persigue una bandada de gallinas que acaban de escaparse de un camión en la intersección de dos avenidas. 

Ocurrió nada más empezar el partido. Messi giró sobre si mismo y levantó la cabeza. Por allí merodeaban Trippier, el lateral del Tottenham y Coutinho, uno de sus compañeros y la pelota debía atravesar el minúsculo espacio que delimitaban esos dos cuerpos que se dirigían en diagonal hacia el área. El pase, más que una mala idea, era un imposible. Pero Leo, sin miedo ni fiebre y casi con la condescendencia del alumno que se sabe la lección, golpeó la pelota y entonces sucedió que ya no era ayer, sino mañana y que había dejado de ser verano y que había empezado el otoño y ese pase, el pase que no podía ser, superó todos los obstáculos como una mariposa que flota inasible entre legiones de fantasmas y aterrizó justo en la punta de la bota de Jordi Alba. Tres segundos después el Barcelona celebraba un gol y los jugadores del Totenham se rascaban la cabeza como un niño pequeño que mira asombrado hacia la chistera porque no entiende de dónde ha salido el conejo. 

De joven Leo Messi corría como un demonio enfadado que trata de ajustar cuentas con desesperación en cada jugada, como si el mundo estuviera a punto de acabarse. Al hacerse mayor, para compensar ese velo de óxido que el tiempo nos regala y que todo lo corroe, ha desarrollado un superpoder que le permite congelar el tiempo y aprovechar esa fracción extra de segundo para llenar de terror a sus rivales perpetrando jugadas aborrecibles con su pie izquierdo. Y digo aborrecibles porque la palabra viene del latín horrere que significa "que asusta y que pone los pelos de punta" y no me parece, la verdad, una mala definición. 

Mediada la segunda parte disparó dos veces seguidas a la base del poste izquierdo. Resultó irritante y un poco gracioso a la vez. Poco después recibió la pelota dentro del área y apuntó, de nuevo, con suavidad, al mismo lugar. Esta vez la pelota se coló, obediente, apenas a cinco centímetros del palo en una rotunda demostración de que, contra el genio, ni siquiera el azar se resiste. En las tres ocasiones lo único que pudo hacer Hugo Llorís, el formidable portero de la Francia campeona del mundo, fue quedarse mirando y apretar con fuerza los puños como el que espera bajo la lluvia a que aparezcan a lo lejos las luces del tranvía. 

A veces me preguntan si cuando Messi ya no esté seguiré siendo del Barcelona. La respuesta es obvia: lo era antes y lo seguiré siendo después. Pero también estoy seguro de que cuando eso suceda experimentaré una sensación agridulce: la del que, contraviniendo el consejo de Sabina, comete el error de regresar al lugar en el que ha sido feliz, aquel en el que ha tenido el privilegio de asistir a los fogonazos de una estrella como no ha habido otra igual y que, cuando esa estrella se apaga, trata de remontar el vuelo en medio de la mediocre oscuridad provocada por una ausencia que, en el fondo de su corazón, sabe irremediable. 

Si quieren que les diga la verdad, llegado este punto de mi vida en el que he tenido la fortuna de ver a mi equipo ganarlo todo unas cuantas veces, ya tengo el alma a cubierto de los rigores de ciertas estupideces y por eso me importa un pimiento si Messi gana el Golden Boy, la Bota de Oro, el Nobel de Literatura, el Derby de Kentucky o se alista en la Legión Extranjera. Y si pasado mañana nos eliminan en la Champions, pues bueno, pues muy bien, pues hasta luego. El caso es que durante cientos (cientos!) de partidos yo vi jugar al pequeño rosarino en mi equipo y lo que eso significa, el privilegio de ser testigo de todos esos momentos que no se pueden describir con palabras, no puede ser empañado por ninguno de esos jurados formados por una proporción variable de periodistas, publicistas, entrenadores y otras modalidades de mentecatos, a medio camino entre la cirrosis y la sobredosis, que, por no saber, no saben ni contarse las uñas de una mano sin recurrir a los dedos de la otra y que, como se aburren de lo evidente, de vez en cuando incurren en la extravagancia de postergar a Messi en favor de otros compañeros de profesión, muy respetables y laboriosos, sin duda, pero que llegar, lo que se dice llegar, no le llegan ni a los tacos de las botas.

Gracias por todo, Leo. 



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